Seguimos hoy nuestro viaje por la tabla periódica en Conoce tus elementos. En la última entrega de la serie hablamos sobre el elemento químico de 38 protones, el estroncio. Hoy lo haremos, por tanto, del elemento de 39 protones, un metal de transición poco conocido: el itrio. No se trata de un elemento con propiedades sorprendentes ni una historia fascinante, de modo que nos detendremos en él lo justo.
Si echas un ojo a la tabla periódica verás que el itrio se encuentra justo debajo del escandio. Al hablar de aquel metal lo hicimos sobre las predicciones de Mendeleyev sobre los elementos químicos, ya que el ruso predijo las propiedades del escandio a partir de las del boro, denominándolo ekaboro o boro-uno. Bien, pues el elemento de hoy, el itrio, es algo así como ekaescandio, ya que se encuentra justo debajo de aquel metal de transición. Es, en muchas de sus propiedades, muy similar a él.
Igual que el escandio, fue considerado durante mucho tiempo una tierra rara (un tipo de nombre que apenas se usa ya), aunque ahora está clasificado como metal de transición. Tiene una apariencia muy similar a la de su hermano menor –y a la de casi todos los metales de transición–, es decir, un color plateado y el aspecto estereotípico de un metal. Esto es, cuando se encuentra puro, cosa que no sucede jamás en la corteza terrestre. Nadie puede ir por el campo y encontrar un filón de itrio, por ejemplo.
Itrio puro (Alchemist-hp/FAL). Versión grande.
Por esa razón, como tantos otros elementos que hemos estudiado en esta serie, el itrio fue descubierto en la vorágine de aislamiento de elementos nuevos del siglo XVIII. Aunque no fuese su descubridor, todo empezó con el sueco Carl Axel Arrhenius (que por cierto nada tiene que ver con su compatriota mucho más famoso Svante Arrhenius, que recibió el Nobel en 1903 por su teoría de la disociación electrolítica).
Carl Axel Arrhenius (1757-1824).
Arrhenius era oficial de artillería del ejército sueco. Tras unos meses trabajando químicamente con la pólvora de manera profesional, descubrió su pasión por la química y la mineralogía. A partir de entonces, siempre que sus deberes profesionales se lo permitían, se dedicaba a la investigación química, y llegaría a formar parte de la Real Academia Sueca de las Ciencias (la misma que, muchos años después, daría el Nobel al Arrhenius más famoso).
En cierta ocasión, en 1787, mientras estaba destinado en Vaxholm, Arrhenius visitó una mina de feldespato cerca del pueblo de Ytterby. Allí encontró un mineral extraordinariamente denso y muy oscuro que ni él ni nadie más podía identificar: una roca nueva y desconocida hasta entonces. Este nuevo mineral recibió inicialmente el nombre de ytterbita por el pueblo de Ytterby, pero ese nombre duraría muy poco.
Ytterbita procedente de las minas de Ytterby (Rob Lavinsky/CC BY-SA 3.0).
La ytterbita llegó al químico Johan Gadolin, de la Universidad de Åbo, en lo que hoy es Finlandia pero entonces era parte de Suecia. Gadolin recibió en 1792 una muestra de la extraña roca descubierta por Arrhenius, y se dedicó a lo que cualquier químico de la época hacía cuando se topaba con algo nuevo: intentar identificar y aislar los componentes de la ytterbita. Esta roca era básicamente un silicato, pero aunque algunos metales de la sal eran conocidos, como el hierro o el berilio, también contenía una tierra desconocida (no se hablaba entonces en términos de elemento, un concepto posterior), que denominó itria.
Por esa razón, el mineral descubierto por Arrhenius cambió de nombre y, en honor a Johan Gadolin, se llamó –y se sigue llamando– gadolinita. La tierra descubierta por Gadolin resultó no ser un elemento puro, sino un óxido de un elemento nuevo. El nuevo elemento se llamó, a partir de la itria de Gadolin (que a su vez se llamaba así por Ytterby) itrio.
Puede parecerte injusto que el elemento no se llamase gadolinio, pero si te consuela, existe otro elemento llamado así en honor a Gadolin, y a él llegaremos algún día en esta misma serie. Además, recuerda que Gadolin realmente no consiguió aislar el itrio, sino uno de sus óxidos. Quien logró por fin itrio puro al hacer reaccionar cloruro de itrio con potasio (que reemplazó al itrio en la molécula) fue el alemán Friedrich Wöhler en 1828.
Friedrich Wöhler, descubridor del itrio (1800-1882).
Como esta nueva tierra era extremadamente inusual –nadie la había encontrado antes en ningún mineral–, y dada la confusión entre el óxido de itrio (Y2O3) o itria descubierto por Gadolin y el propio elemento químico, se clasificó al itrio como una tierra rara, un término técnico que se mantendría durante siglos. Y pronto se descubrió que no era la única, sino que había muchas otras, con propiedades muy similares.
De hecho, la importancia de la gadolinita descubierta por Arrhenius resultaría ser mucho mayor que la que se pensó al principio: pronto descubrimos que las tierras raras casi siempre se encuentran juntas en los minerales, y entre los silicatos presentes en la gadolinita resultó haber otros de elementos aún más raros que el itrio, y también clasificados como tierras raras. Paciencia, que a ellos iremos llegando también algún día.
La supuesta rareza del itrio realmente no es tal: en la corteza terrestre es unas cuatrocientas veces más abundante que la plata, por ejemplo. Alrededor del 0,003% de la corteza es itrio, lo cual puede parecer muy poco pero supone una cantidad gigantesca. Lo que sí es cierto es que no se encuentra puro, y es muy difícil de aislar e identificar –muchísimo más que la plata, por ejemplo–.
Itrialita, (Y,Th)2Si2O7, un mineral de itrio.
Sin embargo, que no se encuentre itrio puro no es porque sea químicamente imposible. No es como el sodio, por ejemplo, que se oxida completamente con el oxígeno del aire en muy poco tiempo y es necesario guardarlo en atmósferas inertes. En su oxidación se parece más al aluminio: forma una capa protectora de óxido en la superficie, es decir, se pasiva, y eso hace que el interior de cualquier bloque de itrio permanezca puro incluso en el aire.
La razón de su rareza es doble. Por un lado, el itrio es suficientemente reactivo como para que, al formarse la Tierra, se asociase junto con otros elementos similares al silicio, carbono y oxígeno en forma de carbonatos y silicatos. Y, por otro, reacciona rápidamente con agua para formar óxidos, con lo que en la Naturaleza no podría haber existido puro durante mucho tiempo de manera realista.
De hecho, la dificultad en la producción de itrio puro no es tanto lo poco que hay como lo difícil que es aislarlo. Se parece tantísimo a otras tierras raras que separarlo de ellas es realmente complicado. La producción anual mundial de óxido de itrio es de unas 8000 toneladas, lo cual es una cantidad minúscula comparada con la de otros elementos más conocidos. Y, como ves, lo que suele producirse no es itrio puro sino su óxido: la producción mundial de itrio puro es minúscula.
Láser Nd-YAG, con cristal que contiene itrio (Puppy8800/CC BY 3.0).
Aunque se sigue usando la itria –el óxido de itrio aislado por Gadolin, Y2O3–, ya no sucede en cantidades tan grandes como antes. Solía emplearse mucho para fabricar tubos de rayos catódicos (los de las televisiones y monitores antiguos), donde formaba parte del componente emisor de luz roja, y también para hacer granates sintéticos, pero tanto una cosa como la otra no tiene tanta demanda como hace años. Algunas de estas piedras preciosas sintéticas sí se siguen empleando en la fabricación de láseres de gran potencia que se emplean incluso para cortar metales.
También se usan minúsculas cantidades de itrio para otorgar ciertas propiedades (fuerza, resistencia a la oxidación a altas temperaturas) a aleaciones de aluminio o magnesio. Pero, como digo, hacen falta proporciones muy pequeñas de itrio para ello, alrededor del 0,2%. Como ves, no se usa en gran cantidad para casi nada, de ahí que su producción mundial no sea muy grande.
Una de las cualidades que podrían hacer del itrio un metal muy especial en el futuro es la superconductividad. El óxido de itrio, bario y cobre (YBa2Cu3O7), a menudo llamado YBCO, fue el primer superconductor de alta temperatura descubierto. La alta temperatura es algo relativo, claro: este compuesto presenta superconductividad –es decir, una resistencia casi nula al paso de la corriente eléctrica– a temperaturas de unos 180 grados bajo cero, mucho mayores que los superconductores normales. Los superconductores de alta temperatura serán algún día, sin duda, una de las claves de nuestro avance tecnológico –serán una pieza fundamental en reactores de fusión, por ejemplo–, con lo que el itrio puede tener aún su momento de gloria en forma de YBCO.
Superconductor YBCO (Kkmurray/CC BY 3.0).
También se usa en medicina un isótopo inestable del itrio. El único isótopo estable de este elemento es el itrio-89; el itrio-90, por ejemplo, tiene una semivida de unas 65 horas: se desintegra formando zirconio-90 y desprendiendo radiación ionizante. Este isótopo se utiliza en radioterapia para luchar contra distintos tipos de cánceres, como leucemia y algunos linfomas.
Afortunadamente no hay mucho itrio a nuestro alrededor, porque el polvo de itrio puede producir irritaciones en el sistema respiratorio y, en cantidades suficientes, incluso cianosis. No está recomendado pasar tiempo en lugares donde haya más de 1 miligramo por cada metro cúbico, y más de medio gramo por cada metro cúbico de aire puede ser peligroso incluso a corto plazo. Pero no hay que preocuparse, porque las pequeñas cantidades que se utilizan se encuentran siempre confinadas en cristales y aleaciones que evitan cualquier peligro.
En la próxima entrega de la serie hablaremos de otro metal de transición, el elemento de cuarenta protones: el circonio.
Para saber más:
]]>En este primer día en el que somos testigos, a través de la pluma del divino italiano, del diálogo entre Sagredo, Salviati y Simplicio, nuestros amigos han hablado ya sobre el vacío, teoría de números, la cohesión de los materiales y muchas cosas más. Hayas seguido esta serie desde el principio o no, te recomiendo –ya que hace tanto tiempo que se publicó la última entrega– que la leas desde la presentación de la serie.
Como siempre, dejo la última parte de la conversación para seguir el hilo más fácilmente:
Salviati – También la exquisita transparencia del agua apoya esta idea; porque el cristal más transparente, al ser roto y triturado y reducido a polvo, pierde su transparencia, y cuanto más fino el triturado, mayor la pérdida. Pero en el caso del agua, cuanto mayor es la división, mayor es la transparencia. El oro y la plata, al ser pulverizados usando ácidos hasta una finura mayor que la que es posible con la lima más fina, permanecen siendo polvos, y no se convierten en fluidos hasta que las partículas más pequeñas, indivisibles, del fuego o de los rayos solares los disuelven, según creo, en sus constituyentes últimos, indivisibles e infinitamente pequeños.
Lo importante de este fragmento es el final, porque Galileo va a hacer un cambio de tercio. Ha hablado de la tensión, del vacío, del infinito, y ahora va a conectar el concepto de infinito con la naturaleza de la luz.
Sagredo – Este fenómeno luminoso que mencionas lo he notado muchas veces con sorpresa. Por ejemplo, he sido testigo de la fusión instantánea del plomo utilizando un espejo cóncavo de tan solo tres manos de diámetro. Por lo tanto creo que si el espejo fuera muy grande, muy bien pulido y de forma parabólica, podría fundir de igual manera cualquier otro metal, ya que aquel espejo pequeño, que no estaba bien pulimentado y tenía forma esférica, era capaz de derretir plomo tan enérgicamente y quemar cualquier sustancia combustible. Efectos como este me hacen creer las maravillas conseguidas por los espejos de Arquímedes.
La leyenda dice que Arquímedes, cuando la flota romana liderada por Marco Claudio Marcelo atacó Siracusa en 212 a.C., utilizó uno o varios espejos de bronce pulido para quemar las naves romanas. Digo leyenda porque no está nada claro que realmente sucediera, y experimentos modernos que han intentado reproducir la hazaña han fracasado.
Los cañones de Arquímedes, de William Swayne (1870).
Lo que sí es cierto es que tenemos multitud de relatos sobre espejos y conjuntos de espejos parabólicos que enfocaban la luz solar hasta alcanzar altas temperaturas, y todo esto era conocido perfectamente en el siglo XVII. Pero mi impresión es que todo esto no es más que un divertimento para llegar a lo que, para Galileo, es el objetivo de este segmento de discusión.
Salviati – Hablando de los efectos producidos por los espejos de Arquímedes, fueron sus libros (que ya había leído y estudiado con absoluto asombro) los que me convencieron de la plausibilidad de todos los milagros descritos por autores diversos. Y si me quedaba alguna duda, el libro que el Padre Buenaventura Cavalieri ha publicado recientemente sobre el asunto del espejo ardiente, y que he leído con admiración, las eliminaría todas.
Cavalieri era un clérigo italiano, conocido sobre todo como matemático. Pero cuando Galileo escribía los Discorsi, el mundo científico italiano estaba maravillado (y por eso Galileo habla de él) con el primer libro de Cavalieri, publicado en 1632: Lo Specchio Ustorio, overo, Trattato delle settioni coniche (El espejo ardiente, o Tratado de las secciones cónicas).
Diagramas de Lo Specchio Ustorio, de Cavalieri (1632).
El libro empieza hablando sobre la supuesta hazaña de Arquímedes y sus espejos pero fue mucho más allá: exploró las curvas cónicas y aprovechó el comportamiento de la luz al reflejarse en espejos hiperbólicos, parabólicos y esféricos para estudiar esas curvas matemáticas. En el libro se plantea también la posibilidad de que la luz viaje a velocidad finita y no se propague instantáneamente, y es ahí (tal vez tras leer el libro) donde Galileo quiere llegar.
Sagredo – Yo también he visto ese tratado y lo he leído con placer y sorpresa; y, dado que conozco al autor, confirmó la opinión que ya tenía sobre él, que está destinado a ser uno de los matemáticos más importantes de nuestra era [efectivamente, así sería]. Pero ahora, respecto al sorprendente efecto de los rayos solares fundiendo metales, ¿debemos creer que una acción tan violenta está desprovista de movimiento, o que está asociada a un movimiento rapidísimo?
Salviati – Observamos que otras combustiones y cambios están acompañados de movimientos muy rápidos. Fíjate en la acción del rayo y de la pólvora que se usa en minas y petardos. Fíjate también en cómo la llama del carbón, a pesar de estar mezclada con vapores pesados e impuros, aumenta su capacidad de fundir metales cuando se anima mediante un fuelle. Por lo tanto no veo cómo la acción de la luz, por pura que sea, puede estar desprovista de movimiento, y además del más furioso.
Sagredo – ¿Pero de qué tipo y magnitud debemos considerar esta velocidad de la luz? ¿Es instantánea o requiere, como otros movimientos, tiempo? ¿No podríamos determinarlo mediante experimentos?
Aquí es cuando llegamos, por fin, a la cuestión profunda e interesantísima que quiere plantearnos Galileo: ¿se propaga la luz a una velocidad infinita? Si eres un viejo del lugar ya has leído el artículo tripartito que dedicamos a esto en Hablando de… al hacerlo sobre la naturaleza de la luz. Allí mencioné el experimento planteado por Galileo para determinar esto, y ahora vas a leer la fuente primaria, el texto del propio italiano describiendo ese experimento. Se me ponen los pelos de punta.
Simplicio – La experiencia cotidiana muestra que la propagación de la luz es instantánea; ya que, cuando vemos una pieza de artillería disparar a una gran distancia, el fogonazo alcanza nuestros ojos sin que transcurra tiempo alguno, mientras que el sonido alcanza nuestros oídos después de un intervalo notable.
Como siempre, el pobre Simplicio plantea el argumento que Galileo considera estúpido, y nos protege contra él ofreciendo a Simplicio como ejemplo para quitárnoslo de la cabeza: una cosa es que sea evidente que el sonido tarda tiempo en alcanzar nuestros oídos, primero porque su velocidad no es muy rápida de manera absoluta, y segundo porque hay otro fenómeno que es mucho más rápido –pero no necesariamente infinitamente rápido– para poder compararlo. Pero Galileo lo dice mucho más elegantemente que yo:
Sagredo – Bueno, Simplicio, lo único que puedo deducir de este fenómeno cotidiano es que el sonido viaja, hasta alcanzar nuestro oído, más despacio que la luz. No me indica si el movimiento de la luz es instantáneo o si, aunque sea extremadamente rápido, requiere algo de tiempo. Una observación de este tipo no nos dice nada más que una que afirme que “tan pronto como el Sol aparece en el horizonte su luz llega a nuestros ojos”. ¿Pero quién puede asegurarme que esos rayos no habían alcanzado este límite antes de llegar a nuestra visión?
Salviati – La falta de conclusión clara de esta y otras observaciones similares me llevó una vez a diseñar un método mediante el cual podría determinarse con precisión si la iluminación (es decir, la propagación de la luz) es realmente instantánea. El hecho de que la velocidad del sonido sea tan grande como es nos asegura que el movimiento de la luz no puede dejar de ser enormemente rápido. El experimento que diseñé consistía en lo siguiente:
Antes de leer la maravillosa idea de Galileo, permite que haga énfasis en lo dificilísimo que quiere conseguir. ¿Cómo medir la velocidad de un fenómeno que es más veloz que cualquier otro conocido? A diferencia del sonido que decíamos antes, aquí no hay referencia alguna de otro fenómeno más rápido. Por eso me asombra el genio experimental del italiano, al concebir un experimento de una sencillez sorprendente y –salvo por la mala fortuna de que la velocidad de la luz es muchísimo mayor de lo que podría haber medido– que, en teoría, debería haber funcionado.
Dispóngase a dos personas con una luz cada una, contenida en una linterna u otro receptáculo, de modo que sea posible cubrir o descubrir la luz con la mano. Hágase entonces que ambos se sitúen mirándose mutuamente a una distancia de unos cuantos codos, y que practiquen hasta que adquieran la suficiente práctica en cubrir y descubrir sus linternas, de modo que en el momento en el que uno de ellos ve la luz de su compañero descubra la suya. Después de unas cuantas pruebas, la respuesta será tan rápida que sin una variación sensible el descubrir de una luz se sigue inmediatamente del descubrir de la otra, de modo que tan pronto como uno de ellos descubre su luz verá la del otro.
Habiendo adquirido práctica a esta corta distancia, hágase que los dos experimentadores, equipados como antes, se separen hasta una distancia de dos o tres millas, y que realicen el mismo experimento de noche, observando cuidadosamente si la iluminación y apagado de las luces se producen de igual manera que a distancias más cortas. Si es así, podrán concluir que la propagación de la luz es realmente instantánea; pero si se requiere cierto tiempo a una distancia de tres millas que, considerando la ida de la luz de una linterna y la venida de la otra, realmente equivale a seis, entonces el retraso debería ser fácilmente observable.
Si se realiza el experimento a distancias aún mayores, podrían utilizarse telescopios, de modo que cada observador prepare uno en el lugar en el que va a realizar el experimento por la noche. Así, aunque las luces no sean grandes y por tanto sean invisibles a simple vista a tan gran distancia, podrán cubrirlas y descubrirlas ya que, con la ayuda de los telescopios –una vez calibrados y fijados– se harán claramente visibles.
Sagredo – Este experimento me parece inteligente y fiable. Pero dinos a qué conclusiones llegaste con los resultados.
Sospecho, aunque no lo sé, que Galileo realmente sí realizó los experimentos mencionados. El problema es que conseguir una distancia suficiente es muy, muy difícil, ya que requiere de una línea recta entre ambas linternas, y la propia curvatura de la Tierra –y el hecho de que el aire no es completamente transparente además– limita mucho la distancia máxima.
Conocida la velocidad real de la luz, para una distancia de tres millas, el tiempo necesario para el viaje de seis millas de la luz –tres de ida y tres de vuelta– sería de unas treinta y dos millonésimas de segundo. Absolutamente imposible de medir, y más aún teniendo en cuenta los errores (que el italiano descarta con cierta ingenuidad tras la supuesta práctica de los dos observadores) que se cometerían simplemente por el tiempo de reacción del ser humano.
Visto al revés, para que el tiempo de ida y vuelta fuese algo razonable considerada nuestra capacidad de reacción, digamos que una décima de segundo, la distancia entre ambas linternas debería haber sido gigantesca: en una décima de segundo la luz recorre 30 000 kilómetros, luego las linternas tendrían que haber estado separadas 15 000 kilómetros… ¡alrededor del 40% de la circunferencia de la Tierra! Pero Galileo nunca llegó a realizarlo a distancias demasiado grandes por los problemas prácticos del experimento.
Salviati – De hecho, he llevado a cabo el experimento únicamente a corta distancia, menos de una milla, y con eso no he sido capaz de determinar con certeza si la aparición de la luz opuesta era instantánea o no; pero si no es instantánea es extraordinariamente rápida – podría llamarla momentánea. Y por ahora la compararé al movimiento que vemos en el rayo entre nubes a ocho o diez millas de distancia de nosotros. Vemos el comienzo de esta luz –su fuente– situada en un lugar determinado entre las nubes; pero inmediatamente se expande a las nubes circundantes, lo cual parece sugerir que se requiere cierto tiempo para su propagación. Porque, si la iluminación fuera instantánea y no gradual, no deberíamos ser capaces de distinguir su origen –su fuente, por así decirlo– de las regiones exteriores.
¡En qué océano estamos sumergiéndonos poco a poco sin darnos cuenta! Con vacíos, infinitos, indivisibles y movimientos instantáneos, ¿podremos alguna vez, incluso después de mil discusiones, alcanzar tierra firme?
Creo que aquí Galileo demuestra, incluso en el fracaso experimental, su genio. Concluye, acertadamente, que el experimento no determina que lo que llama iluminación (el proceso por el que la luz se propaga por el espacio) sea instantáneo, sino que o bien lo es, o bien es rapidísimo –que es la respuesta correcta, claro–.
Curiosamente (y tal vez no por casualidad), el método que empleó Hippolyte Fizeau en 1849, unos dos siglos después de la publicación de los Discorsi, para determinar con gran precisión la velocidad de la luz, fue casi idéntico al propuesto por Galileo, pero solventando los obstáculos que no pudo el italiano.
Experimento de Fizeau (Theresa Knott/CC BY-SA 3.0).
El francés lo mejoró al hacer necesarios una sola fuente luminosa y observador utilizando un espejo al otro lado, y empleando una rueda de engranajes para tapar y mostrar la luz, eliminando el factor humano y resolviendo el problema de la precisión de un plumazo. Como suelen decir, sobre hombros de gigantes… Si quieres leer más en detalle el método de Fizeau puedes hacerlo aquí.
En el caso del relámpago, su conclusión me parece también genial, aunque equivocada. Es cierto que si somos capaces de distinguir dónde empieza y dónde termina un fenómeno –como sucede al mirar un relámpago con atención– eso significa que el fenómeno no es instantáneo. El problema es que, en época de Galileo, no conocíamos la naturaleza real de los rayos (algo de lo que hablamos en los albores de El Tamiz). Lo que se percibe como un avance del rayo no es el movimiento de la luz, sino que constituye el avance de la ionización del aire, y eso tiene una velocidad muchísimo menor que la de la luz.
Rayo entre nubes como los que menciona Galileo (Griffinstorm/CC CY-SA 4.0).
Sagredo – En verdad estos asuntos están más allá de nuestro alcance. Pensadlo: cuando buscamos el infinito entre los números lo encontramos en la unidad; lo que es infinitamente divisible está formado por indivisibles; el vacío está conectado inseparablemente con la plenitud; de hecho las concepciones más comunes sobre la naturaleza de estos asuntos son tan erróneas que incluso la circunferencia de un círculo resulta ser una línea recta infinita, un hecho que, si mi memoria no me falla, tú, Salviati, ibas a demostrar geométricamente. Por favor, procede a hacerlo sin más digresiones.
Llegamos a una breve pausa de recapitulación, en la que Galileo nos recuerda cómo están conectadas las ideas exploradas hasta ahora. Y, tras hablar brevemente sobre la velocidad de la luz, volvemos ahora a la geometría. Y, antes de eso, un par de comentarios.
El primero: toda esta demostración que viene es farragosa, y realmente no muy importante. Por eso, si es la primera vez que lees esto o no te apetece meterte en mucho detalle, no pasa nada si te la saltas. Pondré una línea de asteriscos al final, para que puedas evitar los detalles.
El segundo: realmente me ha costado la demostración porque no le veía mucho sentido. Entiendo que el italiano demuestra lo que quiere demostrar, ¡pero no entiendo el objetivo! Creo que tiene que ver con lo de que una línea recta es equivalente a una circunferencia de radio infinito, pero por un lado no veo que esta sea la mejor manera de demostrarlo, y por otro echo de menos que se nos diga explícitamente al terminar la demostración que era eso lo que intentaba el italiano. Por que si no era así, ¿qué pretendía? ¿Alguien tiene alguna idea?
Salviati – Estoy a vuestro servicio. Pero, en servicio de la claridad, permitid que hable primero sobre el siguiente problema: dada una línea recta dividida en dos partes desiguales en proporciones cualesquiera entre ellas, lograr obtener una circunferencia tal que dos segmentos trazados desde los extremos de la línea dada a cualquier punto de la circunferencia estarán en la misma proporción entre ellas que los dos segmentos de la línea dada, de modo que esos dos segmentos trazados del mismo extremo son homólogos. Sea AB la línea dada, dividida en dos segmentos desiguales por el punto C.
Como las figuras de Galileo a veces acaban siendo un poco liosas, permite que vaya resaltando de lo que habla en cada paso:
El problema consiste entonces en describir una circunferencia tal que dos segtmentos trazados desde los extremos A y B de esa línea hasta cualquier punto de la circunferencia estén en la misma proporción entre ellos que la existente entre AC y BC, de modo que segmentos trazados desde los mismos extremos sean homólogos. Se traza una circunferencia con centro en C y radio el segmento más corto de los dos originales, en este caso CB. Desde A se traza el segmento AD que es tangente a esa nueva circunferencia en el punto D, y se prolonga indefinidamente. Se marca el radio CD, que es perpendicular a AE.
En B se traza una línea perpendicular a AB; esta perpendicular cortará a la recta AE en algún punto, ya que el ángulo en A es agudo. Llamemos a este punto de intersección E, y desde él se traza una perpendicular a AE, que cortará a la prolongación de AB en el punto F.
Ahora bien, los segmentos FE y FC son iguales. Porque si unimos E y C tenemos dos triángulos, DEC y BEC, en los que los lados DE y EC de un triángulo son iguales que dos lados del otro, BE y EC, ya que DE y EB son tangentes a la circunferencia DB mientras que las bases DC y CB son tambén iguales; por tanto los ángulos DEC y BEC son iguales. Pero dado que el ángulo BCE se diferencia del ángulo recto por el ángulo CEB, y el ángulo CEF también se diferencia del ángulo recto por el ángulo CED, y como estas diferencias son iguales, se deduce que el ángulo FCE es igual que CEF. Por lo tanto los lados FE y FC son iguales. Si trazamos una circunferencia con centro en F y radio FE pasará inevitablemente por el punto C; llamemos CEG a esta circunferencia.
Esto suena como un galimatías, pero creo que gráficamente se ve bastante bien: DEC y BEC tienen dos ángulos y dos lados iguales, luego son triángulos iguales. Cuando Galileo habla del ángulo CEB usa el convenio de poner en medio el vértice, luego CEB es el ángulo entre EC y EB. Lo que dice por tanto es que BCE y CEB son ángulos complementarios –porque el tercer ángulo del triángulo es recto–, y CEF y CED son también complementarios ya que ED y EF son perpendiculares. Y como los ángulos DEC y BEC son iguales, FCE y CEF también lo son.
Esta circunferencia es la pedida, ya que si trazamos segmentos desde los extremos A y B a cualquier punto de ella, estarán en la misma proporción que los segmentos AC y BC que se unen en el punto C. Esto es evidente en el caso de las líneas AE y BE que se cortan en el punto E, ya que el ángulo E del triángulo AEB tiene como bisectriz CE, y por tanto AC es a CB como AE es a BE. DEl mismo modo puede demostrarse de los segmentos AG y BC que se cortan en el punto G. Porque, dado que los triángulos AFE y EFB son semejantes, AF es a FE como EF es a FB, o AF es a FC como CF es a FB, de donde AC es a CF como CB es a BF, o AC es a FB como CB es a BF. Y por tanto AB/BG, CB/BF, AG/GB, CF/FB, AE/EB y AC/BC son todos cocientes iguales. Como queríamos demostrar.
Dicho en otras palabras: empezamos con el segmento AB, roto en dos trozos, AC y BC. En este caso del diagrama de Galileo, AC es mayor que BC. Pongamos (aunque da igual) que AC mide 1,3 veces lo que BC. Esto significa que AC/BC = 1,3.
Si ahora elegimos un punto cualquiera de la circunferencia obtenida mediante este sistema, por ejemplo el punto E (ya que ha sido el primero en ser obtenido por Salviati, quiero decir Galileo), y unimos A y B con ese punto, tendremos dos segmentos nuevos: AE y BE. Los dos primeros eran de extremo a punto de división C, y los dos segundos son de extremo a punto de la circunferencia.
Bien, pues lo que hace especial a esta circunferencia es que está garantizado no solo que AE será mayor que BE, sino que AE será exactamente 1,3 veces BE: AC/BC = AE/BE, la misma proporción de 1,3 de la que partimos hace un par de párrafos. Pero, como nuestro farragoso italiano va a demostrar ahora, esto no es cierto solo para E, sino para cualquier otro punto de la circunferencia:
Tómese ahora cualquier otro punto de la circunferencia, por ejemplo H, donde se cortan AH y BH. De igual manera tendremos que AC/CB = AH/HB. Si prolongamos HB hasta que corta la circunferencia en I y unimos IF, y dado que ya sabemos que AB/BG = CB/BF, se deduce que el rectángulo ABF [No entiendo a qué se refiere: ¿un rectángulo denotado por tres puntos? ¿alguien me ayuda?] igual que el rectángulo CBG y a IBH [otros rectángulos más marcados por tres puntos que no entiendo]. Por tanto, AB/BH es igual que IB/BF. Pero los ángulos en B son iguales, y por tanto AH es a HB como EF es a FB y AE es a EB.
Finalmente, Galileo quiere demostrar que no solo cualquier punto de la circunferencia cumple esta regla de las proporciones, sino que cualquier punto fuera de ella no la cumple:
Además, debo añadir que es imposible que existan segmentos que mantengan esta misma proporción y sean trazados desde los extremos A y B hasta cualquier punto que esté en el interior o el exterior de la circunferencia CEG. Supongamos que esto fuese posible. Sean AL y BL dos segmentos tales, que se cortan en el punto L fuera de la circunferencia. Si prolongamos LB hasta cortar a la circunferencia en M y unimos MF, si AL/BL = AC/BC = MF/FB, entonces tendremos dos triángulos ALB y MFB que tienen los lados que rodean a los dos ángulos proporcionales, los ángulos del vértice B iguales, y los dos ángulos restantes, FMB y LAB, agudos (ya que el ángulo recto en M tiene como base el diámetro CG y no solo una parte BF, y el otro ángulo en A es agudo porque el segmento AL, el homólogo de AC, es mayor que BL, el homólogo de BC). De esto se deduce que los triángulos ABL y MBF son semejantes, y por lo tanto AB/BL = MB/BF, lo cual hace el rectángulo ABF igual que MBL. Pero hemos demostrado que el rectángulo ABF es igual que CBG, luego puede deducirse que el rectángulo MBL es igual que CBG, lo cual es imposible. En consecuencia la intersección no puede estar en la región exterior a la circunferencia, y de igual manera podemos demostrar que no puede estar en el interior. Por lo tanto, todos estos puntos deben estar justo en la circunferencia.
Pero es tiempo ahora de retroceder y responder a la petición de Simplicio, mostrándole que no solamente es posible reducir una línea a un número infinito de puntos, sino que es tan fácil hacerlo como dividirla en sus partes finitas. Haré esto bajo la siguiente condición, que estoy seguro, Simplicio, no me negarás: que no me exijas separar unos puntos de otros y mostrártelos uno por uno en este papel. Bastará con que tú, sin separar los cuatro o seis segmentos de una línea unos de otros, me mostrases las divisiones marcadas, o como mucho que las dobles ángulos que las hagan formar un cuadrado o un hexágono: porque, de ese modo, estoy seguro de que considerarías la división definitivamente alcanzada.
Creo que otra demostración geométrica haría que tus neuronas y las mías sufrieran un daño que no pueden permitirse, de manera que con la división de la línea continua en un número infinito de puntos seguiremos en la siguiente entrega de la serie. ¡Hasta entonces!
]]>Por supuesto, sub-criatura, sabía que tú seguirías leyendo, lo cual dice más sobre ti que sobre mí. En fin. Te recuerdo que esta serie es densa, requiere pensar bastante y, en mi opinión, se saca más provecho de ella y se disfruta más si coges lápiz y papel y paras de vez en cuando para dibujar, calcular y pensar. En eso consiste: en estimular tu patético intelecto. Si no la conoces, es absurdo que leas este artículo sin haber sufrido antes los anteriores, así que yo me dirigiría al índice y empezaría por el principio. Me lo agradecerás después.
El caso es que hoy hablaremos sobre cómo el infame Nesretlimorb Retep, un criminal Alienígena de la peor especie, consiguió la libertad junto con sus compañeros –varios de los cuales se unirían a él para formar una banda criminal de terrible reputación– utilizando su brillantísima mente, más afilada aún que sus colmillos. Este cuento cuenta además con un par de ilustraciones de Pedro Criado, el primer humano en osar poner cara a los Alienígenas Matemáticos. Allá él.
Nesretlimorb había alcanzado la notoriedad –que no la fama– tras varios crímenes espantosos, entre los que se incluía el peor de todos: mostrar misericordia a una especie recién descubierta, aunque eso es otra historia y tendrá que esperar a otra ocasión. Los crímenes de este monstruo habían sido tan elegantes y llevados a cabo con tal astucia que, como sucede a veces, en vez de ser ejecutado Nesretlimorb Retep fue encarcelado en una prisión de máxima seguridad, la famosísima de Tau Ceti. Esta prisión era conocida en todo el Brazo de Orión por la crueldad y soberbia (dos magníficas cualidades para los Alienígenas) de su carcelero, Muyksnevs, y contenía un millón de presos (la mayor de todo el Sector Galáctico), todos ellos numerados del 1 al 1 000 000. Nunca se admitía un preso nuevo hasta haber una vacante, claro.
Como toda prisión Alienígena, por tradición, la de Tau Ceti tenía una manera pública de ganar la libertad. Pero, dados incidentes tan bochornosos como el de la Prisión de Loobe, el Carcelero Muyksnevs se había guardado muy bien de proporcionar una posibilidad real de escapatoria: había diseñado un reto cuya probabilidad de éxito no era nula (lo cual hubiera sido una trampa), pero a efectos prácticos el resultado era indistinguible de ese. Durante los tres siglos y medio que había existido la prisión de Tau Ceti, no ya es que ningún prisionero hubiera obtenido la libertad, sino que ninguno se había atrevido siquiera a jugar al reto de Muyksnevs (ya que, en esta sociedad, perder un juego tiene una consecuencia letal).
Hasta dos días después de que llegase a ella el héroe de nuestra historia de hoy, Nesretlimorb Retep, claro. Todo empezó cuando Retep (prisionero #774212) preguntó al prisionero de la celda contigua (prisionero #774213) sobre las reglas del obsceno juego de Muyksnevs.
“Es inútil, no hay escapatoria”, le dijo #7742128568583, un Lémur de Magallanes, mirándolo con ojos enormes y tristes. “Muyksnevs afirma que nos deja una posibilidad, pero es todo una artimaña. No hay escapatoria”, repitió.
Nesretlimorb lo observó con interés –y sin apetito, ya que como digo era un Alienígena inusual en muchos aspectos, aunque no en su talento matemático– con varios de sus ojos. “Pero, ¿en qué consiste el juego?”, preguntó con voz rasposa.
“El juego tiene dos partes, una individual y otra grupal”, respondió el Lémur. “En la individual, el preso que está jugando se enfrenta a un millón de cajas marcadas con números de 1 a 1 000 000, como los prisioneros. En el interior de cada caja –de modo que solo pueda verse al abrirla– hay un número pintado, del 1 a 1 000 000, como antes, que no tiene por qué coincidir con el número de fuera, claro, porque han sido asignados aleatoriamente.”
Algunas de las cajas del juego de Muyksnevs.
Nesretlimorb asintió pacientemente: los Lémures eran gentiles, pero no las criaturas más avispadas ni rápidas de la Galaxia. “Un millón de cajas numeradas, con un millón de números dentro. Entendido. ¿Y el juego?”
“El jugador puede abrir 900 000 cajas. Y gana si alguna de ellas contiene su propio número de presidiario. Si yo jugase…”, dijo mientras tragaba saliva, ”… ganaría el juego de abrir la caja en cuyo interior estuviera el número 774213, mi número asignado.”
“No parece un juego muy difícil de ganar…”, afirmó el enorme y batrácico Alienígena, que sabía perfectamente que un monstruo de la talla de Muyksnevs no dejaría las cosas tan fáciles.
“¡No! Al abrir el 90% de las cajas, la probabilidad de abrir la que contiene tu número es… ¡del 90%!”, exclamó con voz aguda el pequeño #774213, mientras su baboso y gigantesco interlocutor asintía con gran paciencia. “Pero eso es solo para el juego individual…”
“¿Y el grupal?”, preguntó Nesretlimorb con voz húmeda y acariciadora.
“¡Ahí está el truco!”, dijo el Lémur. “El maligno Muyksnevs se jacta de su generosidad por el 90%, pero el juego es de grupo. Un prisionero no puede enfrentarse a su reto para salir libre, ¡tenemos que decidir jugar todos, un millón de nosotros, uno tras otro! Y ese maldito ikkkikkyk (una palabra Lémur intraducible, que reproduce el sonido de un bebé Lémur siendo devorado por un depredador nocturno) dice que, o nos salvamos todos, o perdemos todos. Y para ganar tienen que ganar el juego todos los jugadores. Si uno solo pierde, perdemos todos. Y no podemos hablar unos con otros durante el juego para decirnos nada sobre las cajas, claro. Y perder el juego significa…”
Nesretlimorb gorgoteó profundamente. “Perder la vida, obviamente. Ya veo”, asintió abriendo y cerrando varios de sus ojos secundarios.
El Lémur estaba ahora muy agitado, y como había pensado en esto muchas veces –como todos los prisioneros– estaba encantado de demostrar su razonamiento. “Imaginemos que fuésemos diez prisioneros”, dijo moviendo las orejillas. “Diez prisioneros, diez cajas, y cada uno que juega puede abrir nueve de las diez cajas… su probabilidad de ganar es del 90% individualmente, claro.”
“Pero todos deben tener éxito”, interrumpió Nesretlimorb, azuzando al otro.
¡Claro! ¡Y ahí está el problema!, exclamó el Lémur agitando su cola anillada. “Si uno de los diez fracasa, todo se va al garete, luego la probabilidad total no es un 90%, sino el 90% del 90% del 90%… y así diez veces. Y 0,9x0,9x…x0,9 diez veces es…”
“El 34,867844%”, apuntó el Alienígena Matemático haciendo honor a su especie.
“¡Y eso es solo con diez prisioneros! Con cien, por ejemplo, la cosa se vuelve ya desoladora, la probabilidad de que ninguno fracase es de 0,9 elevado a 100, que supo…”
“0,00265614%”, le interrumpió el monstruo sin apenas levantar la voz. “Entiendo el problema”.
“Y para un millón…”, terminó #774213 lastimosamente. *“La probabilidad de éxito es 0,9 elevado a un millón, que es.. que es…”
Nesretlimorb tardó dos segundos y medio en calcularlo, lo cual te da una idea de lo largo de la operación. “$3,2317610\cdot10^{-45758}$”, dijo finalmente. “Es decir, tan cerca de cero que es imposible la salvación.”
Una enorme y prístina lágrima se derramó de uno de los grandes ojos del Lémur y cayó en silencio al suelo. “Ya dije que no hay esperanza…”
“En absoluto, mi pequeño, peludo y probablemente tierno amigo”, respondió Nesretlimorb, produciendo en el otro un pánico instintivo, acentuado incluso por la amabilidad del tono del monstruo. Nunca hubiera pensado el Lémur que un Alienígena pudiera hablar así, pero como digo Nesretlimorb era especial en muchas cosas. “Tengo una estrategia que proporciona al conjunto alrededor de un 89% de éxito, tan solo un poco menor probabilidad que la individual.”
“¿¡Có… cómooo?!”, exclamó el Lémur, tembloroso. “Pero si cada jugador tiene una probabilidad menor que 1 de tener éxito, cada uno que juega disminuye la probabilidad final, ¡y somos un millón!”
Pero el cuerpo de Nesretlimorb se estremecía con un placer lascivo mientras discurría y confirmaba que su estrategia era correcta, tras probarla una y otra vez en su magnífica y bulbosa cabeza. Los tentáculos se agitaban como anguilas en una tormenta, y regueros de babas caían de su boca, creando pequeños agujeros en el cemento del suelo. El monstruo, extático, empezó a reír. Imagino que nunca has escuchado reír a un Alienígena Matemático, pero es algo que produce pesadillas. #774213, en una montaña rusa de emociones, empezó a sollozar desconsolado.
“Llama al prisionero #1, y cuando todos los prisioneros estén de acuerdo (que lo estarán en cuanto les explique mi estrategia), avisa al carcelero de que mañana…”, ordenó con un ronroneo amenazador Nesretlimorb (que era un Alienígena inusual, pero un Alienígena al fin y al cabo). ”… jugamos con Muyksnevs.”
Antes de que sigas leyendo, primate, te recomiendo que intentes pensar en alguna estrategia que mejore la aleatoria del Lémur: puedes empezar con diez prisioneros, que hace todo más adecuado a las limitaciones de tu patética, quiero decir, de nuestra patética especie. No sé si alcanzarás el genio de Nesretlimorb (bueno, sí lo sé), pero pensar es divertido hasta para los homínidos.
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Dos días más tarde, terminado el juego, Nesretlimorb se encontraba en el despacho del carcelero mayor, Muyksnevs (que sudaba sustancias tóxicas y volátiles que llenaban la habitación de olores nauseabundos), mientras el Subdirector General de Prisiones era testigo de la liberación masiva de un millón de prisioneros: algo nunca visto en la larguísima historia de los Alienígenas Matemáticos.
“¡Es imposible!”, exclamó, con un rugido ensordecedor y soltando espumarajos, Muyksnevs, mientras miraba a Nesretlimorb con ojos que destilaban odio, miedo y repugnancia –dependiendo del racimo de ojos–. “Ha habido alguna trampa, ¡no puede ser! ¡La probabilidad es tan pequeña que no puede haber sucedido!”
“El desarrollo del juego está completamente controlado por usted para que los prisioneros no puedan hacer trampa, como usted sabe, carcelero”, respondió con tranquilidad y voz felina el Subdirector General. “Estoy seguro de que al prisionero #774212… perdón, quiero decir, al ex-prisionero #774212, no le importará explicarnos cómo ha razonado para vencer este juego aparentemente imposible”.
“Por supuesto”, respondió Nesretlimorb, agitando levemente algunos tentáculos con placer. “El error de mis predecesores había consistido en tratar un problema colectivo –ya que todos nos salvaríamos juntos o pereceríamos juntos– como una suma de problemas individuales –ganar o perder probabilísticamente el juego uno tras otro–. Lo que era necesario era asociar las probabilidades, de modo que no fuesen independientes unas de otras. Conseguir que si un jugador ganaba, eso significase que los demás tendrían más probabilidades de ganar y no menos”.
“¡IMPOSIBLE!”, exclamó Muyksnevs. “¡Imposible!”, repitió, demostrando poca originalidad. Los otros dos lo miraron, arqueando varias cejas –trece en un caso, siete en el otro–, pero el carcelero no supo seguir: se quedó, tembloroso y babeante, esperando la explicación de Nesretlimorb.
El ex-prisionero hizo ronronear varios de sus páncreas, saboreando el momento. “Dado que cada caja tiene fuera el número de un prisionero, y dentro el número de otro –o el mismo, por supuesto, pero uno solo–, hay una relación de uno a uno entre ambos números, fuera y dentro. De modo que la solución fue muy simple: cada prisionero debía abrir en primer lugar la caja que mostrase su propio número, mirar el que hubiera dentro y abrir esa caja, mirar el número que hubiese dentro, abrir esa caja, y así sucesivamente hasta abrir novecientas mil cajas o encontrar la suya, claro. Así de simple: así indiqué al prisionero #1, que se lo explicó al #2, este al #3, etc. Todos lo entendieron perfectamente. Incluso los humanos.”
La estrategia de Nesretlimorb.
“¿Y por qué eso es diferente de abrir novecientas mil cajas al azar?”, preguntó con interés el Subdirector General.
“Por los bucles”, respondió Nesretlimorb. “La relación de uno a uno entre números exteriores e interiores hace que, si se sigue la cadena que he dicho, necesariamente uno vuelve a la caja inicial tarde o temprano. Por ejemplo, la caja 326 puede tener dentro el número 461, esa el 1002, esa el 3, y esa última el 326. Es inevitable que esto suceda antes o después: las cajas, siguiendo este sistema, siempre forman un bucle cerrado que termina en la inicial.”
Los otros dos monstruos, aunque no tuvieran la talla intelectual de Nesretlimorb Retep, asintieron con la cabeza casi inmediatamente.
“De no cumplirse esto,” continuó la criatura, “algún número debería repetirse y algún otro faltar. Teniendo un millón de cajas numeradas del 1 al 1 millón, con los mismos números en cualquier orden dentro de cada una, el camino iniciado según mi sistema no puede tener ramificaciones. De modo que, ¿dónde acabaría? Si terminase en la caja 256, ¿qué número hay en esa caja? ¿Ninguno? Luego el camino no puede tener principio ni fin: debe ser un bucle.”
Un bucle de cinco cajas.
El Subdirector General y el carcelero lo escuchaban, embobados: el primero era recorrido por oleadas de colores pastel, fruto de un placer intelectual obsceno, y el segundo por fogonazos rojos y amarillos, cáusticos y reveladores de una furia y terror in crescendo.
“Ahora bien, ¿cuántos bucles y cómo de grandes? Esa es la cuestión”, continuó Nesretlimorb. “Podría por ejemplo haber un solo bucle, la situación más simple posible: el millón de cajas conectadas una con la siguiente, esa con la siguiente, hasta que se volviese a la primera. En ese caso, mi sistema naturalmente llevaría al fracaso: abriendo novecientas mil cajas una tras otra no se cerraría el bucle, y no solo un prisionero perdería el juego, ¡lo hubiésemos perdido todos!” Aquí Muyksnevs tragó saliva, desasosegado, algo que el ex-prisionero no dejó de notar, por supuesto.
“El caso contrario, muy favorable a mi estrategia, sería que hubiese muchos bucles muy pequeños: por ejemplo, parejas. La caja 2469 apunta a la 987, y la 987 a la 2469. Todos los prisioneros hubieran ganado el juego individual tras abrir dos cajas. Pero esto, como el caso anterior, es muy improbable.”
“Entonces,”, apuntó el Subdirector General, “si lo he entendido bien, todo depende de la longitud de los bucles. Un prisionero que abriese la caja con su número, y luego la marcada con el número interior, y así sucesivamente, tiene garantizado volver a la suya por la relación de uno a uno entre unos números y otros. Lo que determina entonces que gane o pierda es cómo de largo es el bucle: si tiene hasta 900 000 cajas, habrá ganado, y si tiene más, habrá perdido, y por tanto habrán perdido el juego de manera colectiva todos los presos”.
“Y por ende,” asintió Nesretlimorb, “el éxito o el fracaso depende de la longitud del bucle más largo. Si ese bucle es más largo que 900 000, todos los presos de ese bucle fracasarán y los prisioneros habrán perdido el juego. Si, por el contrario, el bucle más largo es menor de 900 000 elementos, todos los presos estarán en bucles que podrán completar antes de agotar las cajas que pueden abrir, y todos tendrán éxito. La clave de mi estrategia es, por tanto, asociar las probabilidades de éxito para que cada prisionero adicional no disminuya necesariamente la probabilidad total, porque todos los que comparten bucle ganan o pierden como uno.”
Mientras las otras dos criaturas hablaban, el cada vez más pálido Muyksnevs miraba a ambos simultáneamente con sus ojos reptiloides. Un leve olor a amoníaco empezó a llenar la sala.
“Todo esto significa”, continuó el ex-preso #774212 cada vez más animado, “que el problema se reduce a calcular cuál es la probabilidad de que, con números asignados aleatoriamente,” y aquí el carcelero no pudo reprimir un leve temblor de sus tentáculos, “exista algún bucle con una longitud mayor de 900 000. Y eso es trivial calcularlo, pero lo haré de todos modos simplemente por disfrutarlo.”
El Subdirector asintió, complacido. Muyksnevs se mantuvo en un tenso silencio de pánico contenido.
“Como hay un millón de cajas numeradas y un millón de números por asignar, el total de posibilidades es el número de permutaciones de ese millón de elementos, ya que con las cajas en orden (1, 2, 3…) podrían asignarse los números (1, 2, 3…) en cualquier orden a ellas. Es decir, el número de casos posibles es 1 000 000!, el factorial de un millón. Un número bastante grande, por supuesto.”
“El fracaso se produce entonces si ahí hay algún bucle de más de 900 000 elementos: pero solo puede haber uno como máximo, ya que de haberlo, el resto de cajas serían menos del 10% de las totales. Luego basta con calcular qué probabilidad existe de que una de esas permutaciones tenga más de novecientos mil elementos en un bucle. Para eso hay que calcular cuántas posibilidades hay de tener un bucle de esa longitud.”
“Empecemos con el caso más fácil: la probabilidad de que exista un bucle de un millón de cajas, es decir, el peor caso posible para los prisioneros. Es una probabilidad muy pequeña, claro. Como el millón de cajas está en una secuencia, las posibles permutaciones son las mismas que antes: el factorial de un millón…”
“¡Pero algunas estarán repetidas!”, apuntó Muyksnevs rápidamente. Los otros dos lo miraron con cierto desprecio.
”… pero, como indica el perspicaz carcelero, como son bucles, no hay comienzo ni fin y muchas son equivalentes: 1->3->5 y 5->3->1, dado que el último número apunta al primero, son realmente el mismo bucle. La diferencia entre esas permutaciones sería por tanto simplemente dónde empezaron, y como hay un millón de cajas, habría un millón de posibilidades de dónde empezar ese bucle máximo. Por lo tanto, los casos favorables de este bucle son en la práctica el factorial de un millón dividido por un millón de bucles equivalentes: $\frac{1000000!}{1000000}$”.
El Subdirector asintió. “Y teniendo los casos favorables a ese bucle y los casos posibles, podemos obtener la probabilidad de que exista un bucle de longitud máxima:”
“Efectivamente, una probabilidad de uno entre un millón. Y en ese porcentaje de casos, los prisioneros perderían. Pero claro, también pierden si el bucle más largo es de 999 999 cajas. ¿Y cuál es la probabilidad de que eso suceda? El argumento es exactamente el mismo: existen 999 999! maneras de conseguir una secuencia de 999 999 cajas, pero 999 999 de ellas serán bucles idénticos salvo por el inicio, que es irrelevante, luego realmente son $\frac{999999!}{999999}$.”
“Entiendo. Y la probabilidad de que eso suceda es el cociente entre ese número de casos y el total de ordenaciones posibles de 999 999 cajas, es decir:”
“Que es algo mayor, por supuesto, ya que es una condición menos exigente”, confirmó Nesretlimorb Retep. “Y la probabilidad conjunta, ya que son casos mutuamente excluyentes, es simplemente la suma:”
“¡Sí, sí, y el siguiente caso tendrá una probabilidad de $\frac{1}{999998}, obviamente!$”, espetó Muyksnevs soltando espumarajos. “¡Ya sabemos a dónde quiere llegar, así que termine de una vez!”
“Por supuesto”, respondió Nesretlimorb sonriendo con múltiples hileras de dientes afilados como cuchillas. “Habría que seguir haciendo lo mismo hasta llegar a la probabilidad de un bucle máximo de 900 001 cajas, el primero en el que los prisioneros pierden. Y la suma de todas esas probabilidades es:”
“¡Una probabilidad que cualquier recién nacido puede calcular fácilmente: 0,10536046, es decir, el 10,54% nada más!, exclamó, algo sorprendido, el Subdirector General. “Y por lo tanto la probabilidad de éxito de los prisioneros es la restante, el 89,46%. ¡Brillante!”
Nesretlimorb asintió con cierta modestia (pero no mucha, porque era un Alienígena inusual, pero no tanto). “La clave está en que, siguiendo mi estrategia, en la mayor parte de los casos todos los presos tienen éxito, y en un pequeño porcentaje no solo fracasa alguno, sino que fracasan al menos el 90% de ellos. Es un modo de agrupar los éxitos juntos en vez de tenerlos dispersos en una distribución normal, como sucede al abrir 900 000 cajas al azar, y…”
“¡IMPOSIBLE! ¡Todo es una falacia, una argucia, su Vileza!”, gritó, con voz quebrada, el carcelero. “¡Todo lo que ha calculado esta sibilina criatura es correcto, pero no garantiza el éxito, hay más de un 10% de probabilidad de fracaso si existe un bucle mayor… y aquí existía un bucle más largo, ¡porque lo asigné secretamente yo mismo la noche anterior!”
La piel del Subdirector General cambió de color y textura como la de un pulpo: se llenó de pinchos y se tintó de colores rojos, negros y blancos. Un intensísimo olor a amoníaco se desprendió de múltiples glándulas bajo cada tentáculo. Muyksnevs acababa de admitir un delito –hacer trampa en un juego matemático– que solo tenía un castigo: la muerte y consumición, afortunadamente en ese orden. Era un delito tan horrible que el Subdirector se quedó parado unos segundos, horrorizado. Pero Nesretlimorb simplemente asintió con la cabeza con tranquilidad.
“Claro, todos mis cálculos funcionan considerando una distribución aleatoria de los números, que era la regla establecida. Pero había una posibilidad de que el organizador del juego, por si acaso, hubiera distribuido los números intencionadamente con un bucle que garantizase perder el juego. En este caso esa posibilidad era grande, dado lo mediocre del organizador. Yo la estimé en un 64,4%”, concluyó el monstruó pensativamente. “Y nos protegí de ella.”
“¿Cómo?”, preguntó el Subdirector, admirado, mientras Muyksnevs retorcía sus tentáculos con impotencia. Dos guardias, tras un gesto del Subdirector, se habían aposentado ya a ambos lados del carcelero.
“Sumando una cantidad aleatoria pero fija (en este caso elegí 130) al número obtenido de cada caja. Por ejemplo, si un prisionero abría una caja y dentro estaba el 100, en vez de abrir la caja número 100, el prisionero abriría la 230. Si el número fuese el 999 999, volvería a contar desde el principio, es decir, el 999 999 + 130 = 129. Esto equivale, a efectos prácticos, a reordenar los bucles aleatoriamente de modo que incluso si alguien fuera tan despreciable, tan débil, tan… mediocre”, y ante ese insulto máximo el resto de Alienígenas de la sala contuvieron la respiración mientras Muyksnevs se tornaba blanco como la cal, “como para trucar el juego, incluso así la probabilidad de nuestro éxito seguiría siendo del 89,46%.”
“Una estrategia realmente notable”, asintió el Subdirector General. “Creo que está claro lo que debemos hacer”.
Unas horas más tarde, Nesretlimorb y el Subdirector cenaban tranquilamente en un comedor privado.
“Un poco duro”, comentó el Subdirector.
“Es el pánico continuado, contrae mucho los músculos. Debería haber esperado a revelar el secreto hasta el final para que no lo aguantase tanto”, suspiró Nesretlimorb, dando otro bocado.
En el problema original hay cien prisioneros, y no un millón, pero ese número es mucho más adecuado para los Alienígenas Matemáticos, y el número de cajas que pueden abrir es de 50, es decir, la mitad del total, en vez del 90%. Pero modifiqué eso segundo porque con un 50% de cajas la probabilidad de éxito de los prisioneros era solo del 31%, y el 90% (casi la misma que la de un prisionero individual) me parece mucho más satisfactoria. Además, es más ajustada al carácter de Muyksnevs, que se jactaba de ser generoso con su 90% mientras la probabilidad total era del 0% en la práctica. Pero puedes leer la versión original, mejor explicada y sin idioteces, en los enlaces a continuación.
Para saber más:
]]>Continuamos nuestro largo, larguísimo viaje por el Sistema Solar, en el que estamos a punto de abandonar ya el subsistema saturniano. Después de visitar Jápeto, la luna mayor más alejada del planeta, hoy nos despediremos de esta región del Sistema Solar explorando en nuestra salida las lunas exteriores de Saturno.
Febe, frente a Saturno (NASA/Cassini).
Por si no conoces El Sistema Solar, en esta serie recorremos cada objeto que orbita nuestro Sol, desde dentro hacia fuera. De paso, intercalando la información con artículos específicos sobre diversos objetos o dentro de los propios artículos, intentamos dar nociones de planetología sin aburrir demasiado. Y, cuando es posible, nos llevamos a la saca alguna foto para babear, claro. Eso no pasará tanto en el artículo de hoy, en unos minutos sabrás por qué: siento volver a una serie tan querida por muchos de vosotros con un artículo más bien corto y sin momentos dramáticos, ¡pero nuestro viaje tiene un orden, y es lo que toca!
Antes de hablar de nuestras protagonistas de hoy me gustaría ponerlas en perspectiva: se trata de lunas minúsculas, cuyo interés estriba principalmente en su origen y características orbitales. Comparadas con Dione, Titán o Jápeto son meros guijarros flotando en el espacio. Para que te hagas una idea, la más grande de la que hablaremos hoy, Febe, tiene una masa del 0,006% de la de Titán (que hace honor a su nombre). ¡Harían falta más de 16 000 Febes para alcanzar la masa de Titán! Y esa es la más grande de todas… como digo, meros guijarros.
Todas estas lunas exteriores, aunque son muchísimas (unas sesenta descubiertas hasta ahora) tienen dos cosas en común y que están relacionadas entre sí.
Por un lado, la irregularidad de sus órbitas. Las lunas “normales”, como sabes si has seguido la serie desde el principio –en cuyo caso, por cierto, sabes más planetología que casi cualquiera que no se dedique a ella–, suelen tener órbitas más o menos redondas, no muy alejadas del planeta, en un plano parecido al ecuador planetario y con un sentido de giro idéntico al del planeta.
Bueno, pues las lunas de hoy no: se trata de satélites con órbitas en general muy elípticas, muy inclinadas sobre el plano ecuatorial de Saturno, con radios orbitales medios muy grandes y que con frecuencia orbitan al revés que Saturno (es decir, muchas son lunas retrógradas).
Órbitas de las lunas exteriores de Saturno, con la de Jápeto como referencia (Nrco0e/CC BY-SA 4.0). Versión grande.
Por otro, como puede que hayas deducido ya, por su origen. Esta irregularidad y aparente caos en las órbitas lunares, además de su agrupamiento (del que hablaremos en un momento), hace que estemos muy seguros de que todas ellas son polizones del subsistema saturniano: han sido capturadas por la gravedad del gigante a lo largo de los eones, o son fragmentos de colisiones de satélites capturados.
De ahí el caos: la órbita de cualquiera de ellas dependerá de su trayectoria y velocidad cuando fue atrapada por el pozo gravitatorio de Saturno, y por eso sus movimientos tienen poco que ver con los del planeta ni con el resto de sus compañeras. No provienen ni de fragmentos de Saturno, ni se formaron del disco protoplanetario que originó el gigante de gas.
Sin embargo, aunque haya caos, también hay orden dentro de él: las lunas exteriores forman familias. Hay grupos de ellas con órbitas similares y, cuando eso sucede, las lunas del grupo tienen además propiedades físicas similares, como su color. Por eso pensamos que muchas de ellas no fueron atrapadas tal y como son hoy, sino que han resultado de colisiones ancestrales entre objetos más grandes que, esos sí, fueron atrapados por Saturno.
Desgraciadamente este artículo no tendrá tantas fotos como es habitual: las mayor parte de las lunas exteriores son tan pequeñísimas, y están tan lejos de nosotros, que no tenemos fotos decentes de casi ninguna. Los telescopios más potentes son capaces de detectarlas, pero solo como puntos luminosos, y ni siquiera muy luminosos porque, como veremos, suelen ser muy oscuras.
Suelen dividirse en tres familias con características similares, aunque una de las tres esta muchísimo más nutrida que las otras dos: de dentro hacia fuera son los satélites inuit, los gálicos y los nórdicos.
El grupo inuit está compuesto solamente por ocho lunas (parece mentira que diga solamente, pero es que ya verás después), todas inspiradas en la mitología inuit: Ijiraq, Kiviuq, Paaliaq, Siarnaq y Tarqeq. Estos satélites tienen radios orbitales medios de unos 200-300 radios de Saturno y tardan más de un año en dar una vuelta al planeta. ¡Tardan más en orbitar alrededor de Saturno que la Tierra en dar una vuelta al Sol!
Tarqeq, fotografiado por Cassini en 2016 (NASA/Cassini).
Se trata de órbitas muy inclinadas sobre el ecuador saturniano, entre 45 y 50 grados. Sin embargo, en este caso no son lunas retrógradas: todas las del grupo inuit giran alrededor de Saturno en el mismo sentido que el planeta gira alrededor de su eje, es decir, son prógradas. Pero, dado el resto de sus características orbitales, pensamos que esto es casualidad y su origen es extra-saturniano.
Órbitas del grupo inuit: Ijiraq en verde, Kiviuq en azul, Paaliaq en amarillo, Siarnaq en rojo y Tarqeq en celeste (Phoenix7777/CC BY-SA 4.0).
Todas estas lunas son de un color rojizo muy similar, y son realmente minúsculas: la más grande de todas, Siarnaq, tiene un diámetro de unos 40 kilómetros, aunque ni siquiera estamos seguros de su forma geométrica. Muy probablemente todas ellas, por su tamaño, no sean redondas sino alargadas como la mayor parte de los asteroides –que es lo que probablemente serían de no haber sido atrapadas por el gigante Cronos–. Tan pequeñas y lejanas a nosotros son que fueron descubiertas todas entre 2000 y 2007.
Las tres fotos consecutivas de Paaliaq que llevaron a su descubrimiento (ESO/CC BY 4.0).
El grupo gálico lo forman cuatro satélites con nombres derivados de la mitología gala: Albiorix, Bebhionn, Erriapo y Tarvos. Esta familia se solapa en distancia a Saturno con la inuit, pero sus inclinaciones orbitales (35 a 40 grados) y su color –similar al de los inuit pero suficientemente diferente para distinguirlos– hacen que constituyan una familia distinta.
Órbitas del grupo gálico: Albiorix en rojo, Bebhionn en verde, Erriapo en celese y Tarvos en amarillo (Phoenix7777/CC BY-SA 4.0).
Son, igual que sus hermanas inuit, meras piedrecillas espaciales. La más grande de las cuatro, Albiorix, tiene un diámetro medio de unos 32 kilómetros, más pequeña incluso que la capitana de las inuit. Pensamos que las cuatro provienen, al igual que las anteriores, de una colisión de algún objeto atrapado gravitacionalmente por Saturno. Sus órbitas son también prógradas, por cierto, y como sus hermanas fueron descubiertas hace muy poco tiempo, en la década del 2000, a partir de imágenes consecutivas en las que se detecta su movimiento.
Secuencia de fotos del descubrimiento de Tarvos en el año 2000 (Brett Gladman/Canadian Astronomy Data Centre/CC BY-SA 4.0).
Finalmente, el grupo nórdico es el principal, ya que contiene unas 46 lunas… hasta ahora, claro, porque como habrás pensado ya, esto cambia todo el tiempo. Esta serie es, inevitablemente, un fogonazo de nuestro conocimiento sobre el Sistema Solar según la escribo, pero lógicamente con los años vamos descubriendo –gracias a Dios– cosas nuevas.
Como comprenderás, no voy a escribir aquí el nombre de todas ellas –no todas lo tienen, algunas son tan recientes que solo se denominan con códigos–, pero como el nombre del grupo indica, están inspiradas todas menos una en la mitología escandinava. Tienen nombres como Fenrir, Surtur, Ymir y cosas así. Excepto una.
Aunque se las considere un grupo, realmente tiene varios subgrupos: hay características orbitales un poco diversas. Se agruparon así porque se parecen mucho más entre sí que las de las otras dos familias. Sus radios orbitales medios están entre 200 y 400 veces el radio de Saturno, y tienen inclinaciones de 135 a 175 grados. ¿Por qué medirlas con ángulos mayores de 90, puedes preguntarte? Porque es el convenio que se usa cuando una luna es retrógrada, y todas las del grupo nórdico lo son. Una inclinación de 175 grados implica un plano orbital casi paralelo al del ecuador planetario (inclinado solo 5 grados), pero “boca abajo” respecto a él, de ahí el 175.
Aunque tengan nombres generalmente de gigantes de la mitología escandinava, estas lunas son todo menos eso: casi todas son más pequeñas aún que las de los dos grupos anteriores. Una vez más, con una excepción, por supuesto, que es la razón de que el nombre de la luna especial del grupo no tenga nada que ver con la mitología nórdica sino la griega. Se trata de Febe.
Esta luna es, comparada con todas las demás de las que hablamos hoy, realmente grande –aunque sea un trozo de gravilla comparada con cualquiera de las lunas interiores, por supuesto–: tiene unos 213 kilómetros de diámetro. Por eso fue descubierta, no en las últimas décadas –hemos descubierto algunas lunas nórdicas en 2019, por ejemplo–, sino a finales del siglo XIX, y por eso su nombre sigue la tradición de la época en la que fue descubierta de nombrar los objetos celestes según la mitología grecorromana clásica.
William Henry Pickering (1858-1938), descubridor de Febe.
Febe tiene el honor de ser el primer satélite descubierto a partir de fotografías, no mediante la observación directa. Entre 1898 y 1899 se tomaron fotos de esa región del firmamento desde el Observatorio de Boyden en Arequipa, Perú, y el estadounidense William Henry Pickering detectó la presencia de una luna en ellas en 1899. El nuevo satélite, el noveno de Saturno descubierto hasta entonces, recibió el nombre de Febe en honor de la titanesa con el mismo nombre de la mitología griega.
Aunque las fotos con las que Pickering descubrió la luna la mostraban muy parecida a las de las fotos anteriores que has visto –es decir, como poco más que un punto de luz–, esta vez sí puedo mostrarte imágenes mucho más bellas. Desgraciadamente cuando las Voyager pasaron cerca Febe no estaba en una posición adecuada para que se acercasen a ella, pero en 2004 la misión Cassini tuvo a Febe como el primer objetivo al llegar a la región de Saturno. Febe fue el primer objeto en ser visitado por la sonda,y por esa razón la conocemos muchísimo mejor que cualquier otra luna irregular de Saturno: Cassini pasó a tan solo 2 000 km de su superficie.
Febe, fotografiada por Cassini en 2004 (NASA/Cassini). Versión grande.
Como el resto de sus hermanas nórdicas, Febe tiene una órbita retrógrada. Es, de hecho, el segundo satélite más grande del Sistema Solar con esa propiedad (el primero no lo hemos visitado aún, porque es Tritón, un satélite de Neptuno). Por sus características pensamos que Febe proviene del Cinturón de Kuiper –que aún no hemos estudiado aún tampoco– y fue atrapada hace eones por la gravedad saturniana para tener esta órbita lejana, con un período de alrededor de año y medio.
Febe es prácticamente esférica, con un diámetro de alrededor de 213 kilómetros, un 16% del de nuestra Luna. Esta esfericidad es muy inusual para un objeto tan pequeño. Existen dos posibilidades: una es que se trata de una simple casualidad, y Febe podría haber sido alargada igual que ha resultado ser esférica. Pero la otra, más interesante, tiene que ver con su origen: Febe puede haberse formado unos pocos millones de años después que el propio Sistema Solar, cuando aún había grandes cantidades de elementos radioactivos y la temperatura era muy grande. De ser así, tomó su forma esférica cuando aún era magma, y luego se enfrió para convertirse en la bola de roca y hielo que vemos hoy.
Febe en todo su esplendor (NASA/Cassini).
Se trata de una esfera casi completamente negra: su albedo es del 6%, es decir, refleja tan solo el 6% de la luz que recibe. Aunque en las fotos intentamos resaltar lo que hay en la superficie, su color se parece mucho al del hollín. Esto la distingue de otras lunas exteriores que hemos visto antes, como las inuit y las gálicas, que eran rojizas.
Este color negro, muy parecido al de los asteroides carbonáceos de tipo C de los que hablamos al estudiar el Cinturón de Asteroides, nos hizo pensar al principio que se trataba de un asteroide del cinturón interior, atrapado por Saturno. Sin embargo, los ojos de Cassini descubrieron detalles que hacen de esto algo muy poco probable. El color de Febe no parece ser simplemente el de la roca, sino el de la suciedad procedente de los impactos durante su trayecto alrededor de Saturno, y en algunos pequeños lugares puede verse que no es más que una capa que cubre zonas más claras, algunas incluso de hielo de agua y de hielo de CO2.
Hielo bajo la superficie negra, revelado por el derrumbamiento de paredes de cráteres en Febe (NASA/Cassini).
La superficie de Febe está, como era de esperar, completamente cubierta de cráteres grandes y pequeños, resultado de estos impactos con objetos cercanos. Todos esos cráteres, localizados gracias a Cassini, que nos proporcionó un mapa bastante bueno de la superficie, tienen nombres de personajes de la leyenda de Jasón y los Argonautas: Eufemo, Jasón, Acasto, Telamón, etc. Toda la superficie de la luna está llena de cicatrices de sus encuentros con otros objetos prisioneros de Saturno.
Febe a su mínima distancia de Cassini, con el cráter Eufemo arriba (NASA/Cassini).
Tantos han sido estos encuentros, y tantos los impactos, que existe un anillo extremadamente tenue y disperso (con más de cuarenta radios planetarios de grosor, pero una densidad minúscula) que orbita Saturno justo en el interior de la órbita de Febe. No tiene mucho sentido hablar de él como parte del sistema de anillos de Saturno, y la mayor parte de los satélites muy alejados de sus planetas y sometidos a impactos constantes probablemente tienen uno, pero existe un anillo de Febe, aunque sea imposible de ver desde la Tierra. Fue descubierto por el telescopio espacial Spitzer en 2009.
Visión artística del enorme anillo de Febe (NASA/JPL-Caltech/Keck). Versión grande.
Nos alejamos ya, abandonando Febe, del subsistema saturniano, y en la próxima entrega de la serie nos alejaremos hasta una distancia de tres mil millones de kilómetros, más de dos horas luz, para alcanzar el primero de los gigantes de hielo: Urano.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):
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En unas horas, las lunas exteriores de Saturno.
]]>Como algunos seguramente sabréis ya, el telescopio espacial James Webb ha obtenido una imagen de los anillos que rodean una estrella de Wolf-Rayet muchísimo mejor que las que teníamos hasta ahora. Pero, aunque ya lo supierais, voy a hablar sobre ello de todos modos por una razon importantísima: me apetece. Así, a lo tonto, hablamos sobre astrofísica, sobre Wolf, Rayet, la estrella en cuestión y lo mismo hasta de la naftalina.
WR 140 (NASA).
Las estrellas de Wolf-Rayet son un tipo muy especial de astro. En el criterio de tipos espectrales OBAFGKM se les asigna el tipo WR, pero en este caso no se trata tanto de una clasificación por temperatura superficial como por el tipo de espectro de radiación que emiten. Por temperatura serían estrellas B u O.
En 1867 dos astrónomos franceses, Charles Wolf y Georges Rayet, estaban observando estrellas en la constelación del Cisne cuando descubrieron tres realmente inusuales, en las que no se reconocía el espectro típico de emisión de cualquier estrella. Por entonces se conocía ya la espectrografía, es decir, el estudio del espectro de emisión o absorción de un objeto para determinar los elementos químicos presentes en él. Usándolo era posible conocer la composición de cosas situadas lejísimos –como el Sol u otras estrellas– simplemente analizando su luz.
En cualquier estrella normal, la mayor parte de la radiación emitida coincidía con la huella dactilar espectral del hidrógeno, porque es el elemento más abundante, y el que suele haber en la superficie. Pero esto no sucedía en las estrellas descubiertas por Wolf y Rayet. En la revista de la Académie des sciences, en 1867, afirmaban:
Las tres presentan una serie de líneas brillantes. La identificación de las líneas luminosas de estas estrellas con las del espectro de los gases incandescentes nos era imposible. No aparecen allí ni las líneas de hidrógeno ni las de nitrógeno.
Charles Wolf (1827-1918) y Georges Rayet (1839-1906).
Rayet y Wolf malamente podrían haber descubierto a qué elemento se debía la peculiar radiación emitida por esas tres estrellas, ¡porque no se había descubierto todavía! Irónicamente, un año después de que vislumbrasen estos tres extraños astros –que hoy en día están clasificados como WR 134, WR 135 y WR 137– se descubrió un nuevo elemento químico en el espectro de emisión de nuestro Sol: el helio. Y eso era exactamente lo que aparecía, de manera dominante, en las tres estrellas descubiertas por los dos franceses.
La diferencia es que en la radiación emitida por nuestra estrella casi toda la energía procede de hidrógeno muy caliente, y la emitida por el helio superficial supone una fracción minúscula –porque apenas hay nada en la superficie del Sol–. Pero en las estrellas de Wolf-Rayet, que así se terminaron llamando en honor a los dos descubridores, apenas hay hidrógeno, y las tres originales tenían fundamentalmente espectros de emisión correspondientes al helio.
WR 124 (ESA/Hubble/CC BY 4.0). Versión grande.
Posteriormente fueron descubriéndose más, y resultó que otras presentaban espectros en los que dominaba el carbono, y en otras el oxígeno. Pero todas tienen en común –y eso es lo que las hace únicas– que el hidrógeno está ausente, o su contribución al espectro de emisión de la estrella es minúsculo. No es que no exista hidrógeno en ellas, porque sigue habiéndolo, pero apenas en la superficie, y eso es lo peculiar.
Pensamos que este tipo de estrellas se forman a menudo cerca del final de la vida de supergigantes rojas o azules, o a veces de estrellas de la secuencia principal particularmente grandes. Aunque todavía estamos aprendiendo sobre ellas, creemos que su comportamiento se debe a que en las convulsiones del tipo que describí al hablar de las gigantes rojas, enormes capas superficiales de la estrella han sido expelidas al espacio, revelando lo que hay debajo: helio, acompañado a menudo de carbono u oxígeno, a temperaturas enormes.
WR 124 (ESO/CC BY 4.0). Versión grande.
Por eso, aunque las estrellas de Wolf-Rayet no se definan por su temperatura superficial –hay estrellas de tipo O más calientes–, y las más frías de ellas puedan tener una superficie a tan solo 20 000 grados, lo que sí es cierto es que todas las estrellas más calientes que conocemos son de Wolf-Rayet. Son siempre estrellas muy masivas y en parte me recuerdan a lo que sucede al partir un ascua cuya superficie se ha enfriado: al desprenderse de la superficie más fría se expone al aire el interior, que está calentísimo. Algo así les ha sucedido a estos astros maravillosos.
Si recuerdas todo lo que aprendiste en La vida privada de las estrellas tendrás muy claro que las estrellas WR no duran mucho tiempo. Por un lado son muy masivas, luego la fusión se produce a un ritmo endemoniado. Y, por otro, para que exista una estrella de este tipo es necesario que haya empezado ya, básicamente, la agonía de la estrella, porque el desprendimiento de las capas exteriores se produce cuando la fusión del hidrógeno en el núcleo ha dejado de mantener el equilibrio hidrostático.
Por lo tanto, como las estrellas con la masa suficiente como para producir una de estas son rarísimas, y además incluso las que se convierten en una WR duran en ese estado poco tiempo, hay un número absolutamente ínfimo de estrellas de Wolf-Rayet. En nuestra Vía Láctea hemos observado tan solo unas quinientas. Casi todas, dada su naturaleza, se desprenden de capas externas de manera periódica: al principio de hidrógeno, y luego también de otros elementos como carbono, helio u oxígeno.
Visión artística del James Webb Space Telescope (GSFC/CIL/Adriana Manrique Gutiérrez). Versión grande.
Y el telescopio espacial James Webb ha obtenido una maravillosa imagen de una estrella de Wolf-Rayet realmente especial situada en la Constelación del Cisne, a unos 5 600 años luz de nosotros, cuyo imaginativo nombre es WR 140. Lo que hace especial a esta estrella –además de pertenecer ya a una categoría muy escogida– es el conjunto de anillos gigantescos de polvo que la rodean.
Se trata de anillos de polvo que el James Webb ha observado con su detector MIRI (Mid-Infrared Instrument) de infrarrojos y que se alejan de WR 140 a millones de kilómetros por hora. Entre la expulsión de un anillo y el siguiente pasan, dada la distancia entre ellos y esa velocidad, unos ocho años. Si te fijas en el número de anillos visibles en la foto, estamos viendo el resultado de siglo y medio de convulsiones estelares. Tampoco olvides, por supuesto, que lo que estamos viendo sucedió hace cinco mil años, aunque ese tiempo a escala estelar –incluso para estrellas tan fugaces como estas– es muy pequeño y la situación allí es ahora, probablemente, muy parecida.
El detector MIRI del James Webb (NASA).
Que las estrellas de Wolf-Rayet expulsen gas y polvo es normal: a eso se debe en parte su existencia como tales. Algunas de ellas, cuando tienen una compañera, emiten una especie de espiral de polvo cuando la materia emitida por cada una de las dos estrellas interacciona. Pero no conocemos ninguna –ni una sola– estrella que emita una serie de anillos ni siquiera redondos completamente sino con esta forma algo angular. Y no estamos aún seguros de por qué: podría tener que ver con el período con el que WR 140 se desprende de materia, por ejemplo.
Pero la razón de esta situación tan inusual, según pensamos –porque aún saldrán papers sobre esto a diestro y siniestro– es doble. Por una parte, WR 140 no está sola. Tiene una compañera también de una masa brutal, una estrella O4 que brilla bastante más que ella porque tiene mayor superficie. Pero esto no es realmente especial: los sistemas binarios son muy comunes, y muchas otras estrellas WR tienen compañeras menos especiales que ellas y, como decía, emiten espirales de gas y polvo.
Pero estas dos gargantúas cósmicas orbitan alrededor de su centro de masa común en un baile que dura unos ocho años: ¡ocho años, el tiempo entre anillos! Podría ser una casualidad, pero seguramente no lo es. Además, las peculiares órbitas de estos monstruos nos pueden dar una explicación bastante plausible de lo que está sucediendo.
Órbitas de WR 140 y su compañera (NASA).
Su distancia mutua varía muchísimo. En el punto en el que están más alejadas llegan a distar unas 24 Unidades Astronómicas (es decir, 24 veces la distancia media Tierra-Sol), mientras que en el más cercano se aproximan hasta casi la distancia Tierra-Sol, ¡un 4% de la distancia anterior! Es decir, no se trata de órbitas más o menos tranquilas, con distancias y velocidades constantes, sino un tanto convulsas. Y pensamos que cada “latigazo” según se acercan y se vuelven a alejar es justo lo que produce estos anillos: la combinación de la materia expulsada por WR 140 con el viento estelar de su compañera crea estos anillos gigantescos y maravillosos.
En ellos el James Webb ha detectado no solo átomos sueltos, sino también moléculas: WR 140 expulsa varios elementos diferentes, y según se alejan de la estrella su temperatura disminuye hasta permitir esto. Además, dado que los elementos más comunes en el polvo emitido son carbono, hidrógeno y oxígeno, muchas de las moléculas que allí existen son moléculas orgánicas. No hemos detectado moléculas extraordinariamente complejas, lógicamente, pero sí hidrocarburos aromáticos policíclicos, que tal vez conozcas si en tu casa (al menos de niño) se utilizaba la naftalina para proteger la ropa de las polillas: son compuestos volátiles, que huelen bastante en general –si has olido naftalina, según lees esto la estás oliendo en tu cabeza seguro– y cuyo representante más simple es perecisamente el naftaleno o naftalina.
Naftaleno (C10H8).
Además de su composición, también es interesante la forma geométrica de los anillos: no son redondos, sino algo angulares. Para intentar explicarlo, los astrofísicos han realizado simulaciones con distintos modelos y posibles efectos. Esta forma peculiar puede tener que ver con la enorme presión de la radiación emitida por las dos estrellas, que no es simétrica debido a lo extremo del alargamiento de sus órbitas.
No lo sé, ni sé cuándo estaremos seguros, y estoy convencido de que mentes más sabias que la mía sabrán analizar mucho mejor que yo las conclusiones de todo esto: pero lo que sí sé es que me llevo para la saca un fondo de pantalla único. Y espero que, igual que las imágenes maravillosas del Hubble fueron una inspiración para mi generación, las del James Webb lo sean para la actual. Para mí lo siguen siendo como si fuera un niño.
Para saber más:
]]>Ya sé lo que me vais a decir: que llega tarde y que ya sabéis todo sobre la misión. Pero, como digo, ha sido para aprender y divertirme. Y nunca se sabe: lo mismo sirve para que lo vea tu abuela o alguien que no sabía nada sobre esto, qué se yo… No os preocupéis, que no me ha quitado tiempo de trabajar en lo que realmente importa, que es el contenido atemporal del blog.
]]>Además, dada la calidad de impresión de Amazon, hemos publicado en tapa dura allí Las ecuaciones de Maxwell y probablemente será donde publiquemos todos los libros físicos a partir de ahora. Podéis comprar el de Maxwell aquí.
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¡Espero que os gusten ambos, y que se conviertan en regalos de Navidad que hagan disfrutar de la lectura!
]]>Ya sé que ambas cosas son bastante chapuceras (como el lugar en el que he borrado un trozo de palabra por error) para 2022, pero es lo que hay. Como me he divertido haciéndolo, seguramente intente hacer lo mismo con los siguientes artículos que publique, al menos mientras siga aprendiendo cosas y pasándomelo bien. Si deja de suceder eso me dedicaré solamente a escribir otra vez. ¡Veremos!
Intentaré que el siguiente salga en todos los formatos a la vez para que podáis elegir cómo tragároslo.
]]>En la última entrega de la serie de los Premios Nobel, hace ocho años, hablamos del Nobel de Física de 1919, entregado al alemán Johannes Stark por su descubrimiento del efecto Doppler en los rayos canales y el desdoblamiento de líneas espectrales en el interior de campos eléctricos.
Lo lógico sería que hoy nos dedicásemos al Nobel de Química del mismo año, pero no hubo galardonados, de modo que hoy hablaremos sobre el Premio Nobel de Física de 1920, otorgado al suizo Charles-Édouard Guillaume, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento al servicio que ha prestado a las medidas de precisión en Física gracias a su descubrimiento las propiedades de las aleaciones de acero-níquel.
Si comparamos el logro de Guillaume con el de otros cuyos premios llegarían pronto, como el de Einstein el año siguiente, resulta muy poco impresionante. Los cambios de paradigma, los descubrimientos sorprendentes o las hipótesis revolucionarias son siempre más seductores y, para qué engañarnos, no dedicaremos a este premio la misma extensión que a otros mucho más fascinantes: la metrología no tiene el encanto de la cuántica por mucho que me esfuerce en sacarle jugo.
Pero el trabajo ingrato, meticuloso y pragmático de científicos como Charles-Édouard Guillaume es el que establece la base rigurosa que permite que otros construyan sobre ella teorías maravillosas. Sin maneras de medir las cosas con precisión es imposible realizar experimentos fiables, y sin ellos sería imposible confirmar o descartar las hipótesis de Planck, Einstein o Hawking.
Así que dedicaremos el artículo de hoy a la metrología en general, al estudio de las longitudes en particular, y muy especialmente a la aportación de Guillaume a la precisión en las medidas de longitudes. ¿Preparado?
Charles-Édouard Guillaume (1861-1938).
Con la madurez de la ciencia en el siglo XVIII se hizo evidente que era necesaria para su progreso una unificación de los sistemas de medida, que eran un auténtico caos. Francia y España compartían sistema –el francés, por supuesto–, Rusia y el Reino Unido otro diferente, y una multitud de países usaban sistemas heredados de tiempos precientíficos y que solamente entendían ellos. ¡En Alemania, por ejemplo, distintas partes del Imperio utilizaban sistemas diferentes! Era un desastre.
Esto no había sido un problema antes por dos razones. La primera, porque hasta que la ciencia avanzó lo suficiente, no fue capaz de hacer predicciones cuantitativas con suficiente exactitud para ser medidas. Antes, cuantificar las cosas más o menos bastaba: pero después de gente como Newton, eso no era aceptable.
La segunda razón es que científicos de países y sistemas diferentes, en el pasado, apenas hablaban entre sí. Pero con la madurez de la ciencia llegó su globalización. Ahora era imposible para los científicos de países con sistemas diferentes colaborar de ningún modo práctico, y a veces ni siquiera entender las predicciones de los otros; mucho menos aún poder confirmar en un país las hipótesis enunciadas por científicos extranjeros. Hacía falta algo complicadísimo: un acuerdo internacional para unificar pesos y medidas.
James Watt (1736-1819).
El genial escocés James Watt decía lo siguiente en 1783:
Tuve muchísimas dificultades para traducir los pesos y medidas al mismo sistema; y muchos de los experimentos alemanes son aún más problemáticos, ya que utilizan pesos y divisiones de ellos diferentes en cada parte del imperio. Por lo tanto, sería muy deseable eliminar estos obstáculos, y que todos los filósofos utilizasen libras divididas del mismo modo. Y creo sinceramente que esto podría conseguirse si usted, Dr. Priestley, y algunos de los experimentadores franceses se avenieran a ello, ya que su utilidad es tan evidente que cualquier persona racional se convencerá de ello inmediatamente.
(James Watt, de Andrew Carnegie, 1905).
El principio del fin de este caos se produjo tras la Revolución Francesa. Francia tenía un auténtico problema con las unidades de medida –bueno, como casi todos–: cada ciudad y cada provincia, e incluso cada gremio, tenía una definición diferente de cada medida, y las divisiones eran todas arbitrarias. De modo que en 1790 un comité formado por gente de la categoría de Joseph-Louis Lagrange, Pierre-Simon Laplace, Gaspard Monge, Jean-Charles de Borda y Nicolas de Condorcet dedicó un año entero a estudiar el problema.
Estos científicos llegaron a dos conclusiones básicas: era necesario definir unidades de medida empíricas, que pudieran ser verificadas experimentalmente. Y era también necesario que los múltiplos y submúltiplos fueran uniformes y fáciles de calcular (y, como sabes, eligieron múltiplos de 10 para esto y prefijos y sufijos consistentes). Gracias a ellos –y a otros que refinaron y pusieron en marcha sus ideas– se estableció en 1795, mediante una ley, el Sistema Métrico, en el que se definían las unidades básicas.
Algunas de ellas eran unidades derivadas, como el área o el litro, y otras además quedaron obsoletas bastante pronto y ya no se usan, como el estéreo (un volumen de madera equivalente a un metro cúbico), pero dos de ellas eran unidades fundamentales y se siguen usando hoy, aunque con definiciones diferentes a las de entonces:
El metro, definido como la diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo Norte y el Ecuador en el meridiano de París.
El gramo, definido como la masa de un centímetro cúbico de agua (los prefijos y sufijos se definían también en la misma ley).
Grabado de 1800 que muestra las unidades del sistema métrico a los franceses.
Era, como digo, el principio de algo nuevo, pero solo el principio. Había dos problemas: el primero era que este sistema era únicamente francés, de modo que no resolvía el obstáculo mencionado por Watt para la comunicación científica internacional. Y el segundo es que es muy fácil definir algo como la diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo Norte y el Ecuador en el meridiano de París, pero… ¿cómo demonios se mide eso, y cómo se usa luego esa unidad de medida?
No nos dedicaremos hoy a hablar sobre la unidad de masa, porque el trabajo de Guillaume poco tiene que ver con eso y porque era un problema menos peliagudo: al definir el gramo a partir de una cantidad determinada de agua, no hay más que tomar el agua necesaria y medir una masa equivalente a ella. Desde luego, tiene sus problemas intrínsecos: ¿Qué agua? ¿A qué temperatura? Pero tiene un problema mucho mayor… que, al definir el gramo de este modo, a pesar de ser supuestamente una unidad fundamental, realmente no lo era. Era necesario medir un centímetro cúbico de agua, ¡pero para eso era necesario el centímetro, que dependía del metro!
De modo que la unidad de longitud era crucial. Y los genios científicos franceses (porque lo eran) que habían diseñado el sistema habían sido, en mi humilde opinión, demasiado ambiciosos. Su intención fue definir el metro a partir del tamaño de la propia Tierra. Se habían planteado alternativas que convertían al metro en una unidad derivada del segundo, al definirlo como la longitud del brazo de un péndulo con determinado período. El problema de esa definición era que el período de un péndulo depende del campo gravitatorio, y este a su vez de la altitud e incluso de la posición en el mapa, por el achatamiento de la Tierra y su giro. Vamos, un lío. Pero la idea de los padres del sistema métrico tambíen tenía su tela.
El problema de usar nuestro planeta como referencia es que para definir el metro hacía falta medir el tamaño de la Tierra con una exactitud mucho mayor que la alcanzada jamás antes. Eratóstenes de Cirene fue el primero en estimarlo en el siglo III a. C, haciendo básicamente una proporción entre arcos y ángulos, y los científicos franceses hicieron algo parecido pero con los medios de finales del siglo XVIII: midieron la distancia entre Dunkerque y Montjuic para luego, conocidas las latitudes de ambos lugares, hacer una proporción y estimar la longitud del meridiano de París entre el Polo Norte y el Ecuador, ya que la línea que une ambos puntos sobre la superficie terrestre pasa precisamente por París.
Pierre Méchain (1744-1804) y Jean Baptiste Delambre (1749-1822).
Lo que nos importa de todo esto ahora mismo es que era necesario hacer medidas geodésicas de una precisión nunca antes alcanzada. De hecho, me admira el trabajo de los líderes de las dos expediciones enviadas desde París, una responsable de medir la distancia de Dunkerque a Rodez, dirigida por Jean Baptiste Delambre, y otra de Rodez a Montjuic, dirigida por Pierre Méchain. Ambos llevaron a cabo el trabajo meticuloso e ingrato al que me refería al empezar el artículo, que no tiene mucho atractivo pero es esencial para hacer ciencia después.
El error cometido fue, de hecho, mínimo: a finales del siglo XX medimos el meridiano de París utilizando satélites y comprobamos que los franceses se equivocaron en 2,20 kilómetros. Esto puede parecer una barbaridad, pero recuerda que estaban midiendo lo que deberían haber sido (por definición) 10000 kilómetros pero resultaron ser 10002,29 kilómetros. ¡Un error del 0,02%! Era algo inevitable, porque claro, la Tierra no tiene una forma regular que pudieran modelar en sus cálculos.
No quiero aburrirte más con toda esta historia: mi objetivo era poner de manifiesto que la precisión en la medida es, para definir cualquier sistema, crucial. Y por esa razón la Academia de las Ciencias de París estaba obsesionada con alcanzar el mayor nivel de precisión posible en general, y en las mediciones geodésicas en particular.
Meridiano de París en la Habitación de Cassini, en el Observatorio de París (FredA/CC BY-SA 3.0).
Una vez creado un sistema bastante racional, el otro problema que mencioné antes y que preocupaba tanto a Watt era la internacionalización de ese sistema. Eso se logró poco a poco. La Confederación Helvética adoptó el sistema en 1803, los Países Bajos en 1837 y, gradualmente, fueron haciéndolo otras naciones hasta que en 1875 se firmó un tratado internacional en París, el Tratado del Metro, en el que diecisiete países acordaron la creación de organismos internacionales que velaran por la precisión del sistema métrico y diseñase los cambios posteriores que pudieran producirse (que luego resultaron muchos). Fue el momento en el que la comunidad científica internacional, casi en su totalidad, adoptó el mismo sistema: a Watt se le hubieran saltado las lágrimas. Incluso países que no lo adoptaron para la vida cotidiana, como los Estados Unidos, firmaron el tratado.
Pero el otro problema además de la internacionalización era la precisión: es muy bonito definir el metro a partir del tamaño de la Tierra, pero ¿cómo se miden cosas en el día a día? Tras la expedición de Méchain y Delambre y las correcciones posteriores a sus cálculos se guardó en París un metro de referencia, del que se hacían copias para llevar a todos los países. A partir de esas copias se fabricaban reglas, metros de medida, etc.
Pabellón de Breteuil, sede de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas.
Pero ya en 1860, quince años antes del famoso Tratado, era obvio que el metro prototipo no era perfecto. Había sufrido deterioro con los años y además no era completamente rígido y variaba de longitud con la temperatura. Por eso una de las responsabilidades de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas (Bureau international des poids et mesures, en el Pabellón de Breteuil, al oeste de París) era diseñar sistemas que otorgasen precisión a los metros de referencia.
Esto llevó al desarrollo de un metro de referencia hecho de una aleación que le proporcionase dureza y estabilidad mecánica y térmica: ¡no, no hemos llegado aún a Guillaume! El científico que lo logró fue Henri Sainte-Claire Deville, que creó una serie de barras de aleación de platino-iridio resistentes a la corrosión y de una estabilidad física extraordinaria. De hecho, en 1889 la Conferencia General de Pesos y Medidas ordenó la fabricación y entrega de uno de estos metros de referencia a cada uno de los países firmantes del Tratado del Metro. ¡Problema solucionado! ¿O no?
Uno de los metros estándar de platino-iridio creados en 1889 para enviar a los países firmantes del Tratado.
Pues no: las barras de platino-iridio de Deville eran realmente magníficas, pero su precio era desorbitado. Servían para que cada país pudiera tomarlas como referencia, pero no para distribuir por laboratorios de todo el mundo. Tampoco era necesario algo de propiedades físicas extraordinarias para hacer reglas o cintas métricas de andar por casa, pero sí lo era algo intermedio: una aleación con propiedades similares al platino-iridio, pero con un coste asumible para su fabricación en masa. Eso era lo que realmente proporcionaría un metro de precisión a todos los científicos del mundo.
Y ahora sí, por fin, llegamos a nuestro héroe de hoy.
Charles-Édouard Guillaume (1861-1938).
Charles Édouard Guillaume había nacido en Suiza en 1861, y en 1883 –seis años antes de la reunión en la que se adoptaron los metros estándar de Deville– entró en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas como ayudante. Allí permanecería el resto de su vida profesional, primero como ayudante, luego como titular, después como director asociado y finalmente como director en 1915.
En su trabajo en la Oficina Guillaume dedicó su atención a cosas diversas: el aumento en la precisión de los termómetros de mercurio y su calibración, la determinación precisa del volumen de un kilogramo de agua, etc. Pero todas ellas tenían en común sobre todo el estudio de la relación entre la temperatura y las propiedades físicas, sobre todo el volumen: la dilatación térmica era el principal enemigo de la precisión en la medida. A partir de 1891 Guillaume se enfocó específicamente en el estudio de un estándar de longitud barato y preciso.
Guillaume apostó desde el principio por el níquel (metal que ya hemos estudiado en Conoce tus elementos). Era resistente a la corrosión y otros ataques químicos, rígido y con un coeficiente de dilatación no demasiado elevado. Pero, por un lado, se rompía fácilmente y era muy difícil construir barras de la suficiente longitud (para medidas geodésicas se usaban barras de cuatro metros), y por otro su estabilidad térmica no era la necesaria.
De modo que el suizo se puso a investigar. La Oficina había realizado ya experimentos con aleaciones diversas, y mirando los datos, Guillaume observó que había una anomalía muy notable en el comportamiento de las aleaciones de hierro-níquel. Cuando el porcentaje de níquel era de un 22% el material no era magnético, pero con un 30% sí. Charles-Édouard se planteó entonces que tal diferencia, no ya de grado sino cualitativa, tenía que significar que en algún punto intermedio el comportamiento atómico de la aleación sufría un cambio radical.
Guillaume realizó multitud de experimentos a lo largo de años. Creó aleaciones con diferentes porcentajes de níquel entre los dos comportamientos radicalmente diferentes, midió sus coeficientes de dilatación y sus propiedades magnéticas, y además cómo ambos cambiaban ante diversos procesos: endurecimiento por impactos, cambios graduales y bruscos de temperatura… No voy a aburrirte con todas las diabluras a las que sometió a las pobres barras de metal, pero lo que descubrió fue que había, efectivamente, un punto especial: un porcentaje de níquel en el que la aleación presentaba un coeficiente de dilatación mínimo, con enorme diferencia respecto a valores similares.
Observa la siguiente gráfica que muestra el coeficiente de dilatación respecto a diferentes concentraciones de níquel en la aleación y te llevarás la misma sorpresa que se llevó el bueno de Charles-Édouard:
Coeficiente de dilatación de aleaciones de hierro-níquel frente al porcentaje del segundo (RicHard-59/CC BY-SA 3.0).
Dicho en otras palabras, en 1897 el suizo determinó una composición exacta con la que el acero niquelado apenas cambiaba de longitud con la temperatura, y esa dilatación era el enemigo a batir. Guillaume lo había batido del todo, porque lo había logrado además utilizando el vulgar hierro aderezado con níquel, otro metal baratísimo. No tenía la resistencia mecánica y química del platino-iridio, pero sus propiedades eran enormemente superiores a cualquier otra cosa conocida y su coste era ridículamente bajo.
Creo que es importante resaltar, además del mérito de Guillaume al realizar un trabajo tan minucioso y poco agradecido, que no se trató en absoluto de un descubrimiento teórico ni razonado: fue un triunfo de la física experimental más pura. De hecho, si lees tanto el discurso de entrega del premio como la conferencia del propio Guillaume que dejo al final del artículo, no hay la menor referencia a una posible explicación.
Pero la cosa es aún más curiosa: ¡seguimos sin saber por qué este tipo de aleaciones de hierro-níquel tienen tal coeficiente de dilatación térmica tan pequeño! Sí sabemos que les sucede a aleaciones con mucho hierro y poco níquel, y que parece asociada al comportamiento magnético y a la geometría de los átomos en el metal, pero todas las hipótesis lanzadas al respecto han resultado descartadas al final. De modo que la clave del descubrimiento de Guillaume sigue siendo un misterio.
Bloques de invar.
El suizo denominó a su aleación invar, de invariable, por su estabilidad térmica. Se utilizó desde el principio para su propósito original –fabricar medidas de referencia–, pero lo hemos seguido usando desde entonces para todo tipo de piezas metálicas en las que los cambios de volumen con la temperatura, por pequeños que sean, pueden resultar un problema. Se emplea aún hoy en medidas geodésicas (uno de los objetivos de Guillaume), en instrumentos ópticos de precisión como telescopios, en mecanismos de relojes y en muchas otras cosas, por la misma razón que lo desarrolló él: lo barato que es.
De hecho el invar se convirtió en la guinda del pastel para Sigmund Riefler, que unos años antes había patentado algunos de los relojes de péndulo más precisos del mundo. El principal problema de Riefler era que la longitud del péndulo afecta al período, y los cambios de temperatura modificaban la longitud. Pero con la llegada del invar, los relojes de Riefler lo emplearon para la barra del péndulo y ganaron enormemente en precisión. Uno de estos relojes fue el responsable de mantener el estándar de tiempo en los Estados Unidos desde 1904 hasta 1929, porque no existía otro reloj más preciso en el mundo… gracias al invar, claro.
Reloj de Riefler con barra de invar, estándar de tiempos en el NIST hasta 1929.
Además del invar, Guillaume descubrió otra aleación muy peculiar, que denominó elinvar, de elasticidad invariable. El elinvar, compuesto de cantidades bastante exactas de níquel, hierro y cromo, se parecía a su primo en su falta de sensibilidad a la temperatura, pero no en su volumen como el invar, sino en su módulo de elasticidad. La mayor parte de metales y aleaciones son más o menos elásticos dependiendo de la temperatura, pero el elinvar apenas sufre ese efecto. ¿Y para qué es útil esa elasticidad constante, te puedes preguntar? Pues, en la época en la que se descubrió, para los relojes de nuevo, en este caso los de resorte. Como el período de un reloj con muelles o resortes depende de la elasticidad que tienen, los cambios de temperatura afectaban a la precisión, de modo que los relojes más precisos utilizan incluso hoy en día elinvar en sus resortes.
Aunque creo que todo esto es interesante (y a mí me resulta delicioso investigarlo, por eso escribo sobre ello, claro), hay que reconocer que los descubrimientos de Guillaume, mirándolos desde lejos ahora mismo, han ido perdiendo importancia. La propia Oficina de Pesos y Medidas de la que fue director, con los años, fue desligando las unidades de lo que hoy llamamos Sistema Internacional de Unidades de objetos físicos. Los relojes de péndulos y resortes fueron sustituidos por otros de cuarzo y atómicos, mucho más precisos. Y los satélites hicieron menos importantes los instrumentos de medida geodésicos tradicionales.
Pero, por otro lado, sin la ciencia creada con los aparatos de invar todas esas otras cosas tal vez no existirían: una de las maravillas de la Ciencia con mayúscula es que, a diferencia de otros empeños humanos, se destruye a sí misma. La Ciencia se corrige, se hace obsoleta a sí misma, y su propia imperfección y fragilidad conscientes son las que la hacen indestructible a largo plazo.
Así que brindemos por Guillaume y tantos otros discretos experimentadores sin los que Hawking o Fermi no hubieran logrado lo que lograron.
Te dejo con el discurso pronunciado por Å.G. Ekstrand, Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, el 10 de diciembre de 1920:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros,
La Real Academia Sueca de las Ciencias ha decidido otorgar el Premio Nobel de Física de 1920 a Charles-Édouard Guillaume, Director de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, por los servicios que ha prestado a las técnicas de medida de precisión en Física gracias a su descubrimiento de las propiedades del acero niquelado.
Uno de los más grandes pensadores griegos dijo que “las cosas son números” e intentó explicar el origen de todo a través de ellos. Los científicos de hoy no llevan el culto a los números hasta tal extremo; ahora bien, reconocen que el conocimiento exacto de la Naturaleza solo empieza cuando logramos expresar los fenómenos en términos de medidas y pesos. El desarrollo de la Ciencia siempre ha ido de la mano con el progreso en la precisión de la medida. Esto se aplica a la Astronomía, la Geodesia, la Química y sobre todo a la Física, cuyo crecimiento se aceleró cuando se empezó a utilizar la precisión moderna a las observaciones.
Este hecho fue comprendido por la Asamblea Nacional Francesa cuando, en 1790, ordenó a la Academia de las Ciencias de París establecer una base invariable para pesos y medidas. Se estableció un comité para tal propósito, compuesto por Borda, Lagrange, Laplace, Monge y Condorcet, y a sugerencia suya la Asamblea Nacional adoptó un sistema decimal basado en una fracción determinada de un cuadrante del meridiano terrestre. Así se introdujeron los principios del sistema métrico en Francia, y luego establecidos mediante una ley aprobada por la Convención el 1 de agosto de 1793.
En otros países el progreso fue más lento. No fue hasta unas cuantas décadas después que los pueblos de Europa empezaron a darse cuenta de las ventajas del sistema métrico, y lo hicieron básicamente gracias a las grandes exposiciones internacionales. Durante la Exposición Internacional de 1867 en París se formó un comité compuesto por la mayor parte de los países representados en ella, con el objetivo de preparar un sistema internacional único para pesos y medidas. La propuesta a tal efecto, aprobada por el Emperador el 1 de septiembre de 1869, se envió a todos los estados, y se fundó así la Oficina Internacional de Pesos y Medidas en Breteuil, cerca de París.
Fue la nación francesa la que no solamente concibió la idea de esta importante reforma, sino también la que, mediante su habilidad diplomática, consiguió además su adopción por todo el mundo civilizado; por esto mismo, por lo tanto, la humanidad debe a Francia una gran deuda de gratitud.
Todas las copias del metro estándar y del kilogramo estándar destinadas a otros países son examinadas y comparadas meticulosamente en esta Oficina Internacional, cuyo director, Charles-Édouard Guillaume, es indudablemente el metrólogo más importante de nuestros días. Al dedicar su vida entera al servicio de la Ciencia, este científico ha realizado una aportación importantísima al progreso del sistema métrico; durante sus largos y meticulosos estudios descubrió un metal con las propiedades físicas más extrordinarias. Este es el descubrimiento que la Academia Sueca de las Ciencias ha intentado recompensar otorgándole el Premio Nobel de Física de este año, ya que el descubrimiento es de enorme importancia para la precisión de las medidas científicas, y por lo tanto para el desarrollo de la Ciencia en general.
La razón es que el mero hecho de tener un sistema internacional de pesos y medidas y una Oficina Internacional para la aplicación de tal sistema no había desterrado los obstáculos involucrados en las operaciones de medida y peso, salvo que fuera posible lograr la máxima precisión en ellas. En el caso de las medidas de longitud en particular, la fuente principal de error era la variación de temperatura, debido a la tan conocida propiedad de los materiales de cambiar de volumen ante las variaciones de temperatura.
Era por lo tanto esencial examinar con la máxima precisión la dilatación de todos los metales y aleaciones bajo la acción del calor. Durante estas delicadas observaciones, y especialmente al estudiar las propiedades de ciertos tipos de acero, Guillaume tuvo la idea aparentemente paradójica de que debería ser posible crear una aleación libre de esta propiedad universal de los materiales de cambiar su volumen con la temperatura. Los experimentos, largos y difíciles, desarrollados por Guillaume año tras año con diversas aleaciones y, sobre todo, con el acero-níquel, para determinar su coeficiente de dilatación, su elasticidad, dureza, cambio con el tiempo y estabilidad, lo llevaron finalmente al crucial descubrimiento de la aleación de acero-níquel denominada invar, cuyo coeficiente de dilatación es prácticamente nulo.
Estos estudios y descubrimientos de Guillaume han permitido aplicaciones nuevas y significativas. Ejemplos de esto son el uso del invar en el diseño de instrumentos físicos, y especialmente en geodesia, donde el descubrimiento de Guillaume ha transformado completamente los métodos de medida de las líneas de base; el acero-níquel ha suplantado también al platino en la fabricación de lámparas incandescentes, y sobre la base del precio actual del platino esto representa un ahorro anual de veinte millones de francos. Finalmente, la cronometría tiene una gran deuda con Guillaume por sus descubrimientos e investigación sobre un nuevo refinamiento: el uso de la nueva aleación permite que los relojes se ajusten con mayor precisión y a menor coste que antes.
También desde el punto de vista teórico, los estudios sistemáticos y perspicaces de Guillaume sobre las propiedades del acero-níquel son de la máxima importancia, porque confirman la teoría alotrópica de Le Chatelier sobre las aleaciones binarias y ternarias. Por tanto, ha realizado una significativa contribución a nuestro conocimiento sobre la composición de la materia sólida.
En consideración a la enorme importancia del trabajo del Sr. Guillaume para la metrología de precisión y, por tanto, para el desarrollo de la ciencia y la ingeniería modernas, la Academia Sueca de las Ciencias ha otorgado el Premio Nobel de Física de este año a Charles-Édouard Guillaume en reconocimiento al servicio que ha prestado a las medidas de precisión en Física gracias a su descubrimiento de las propiedades del acero-níquel.
Monsieur Guillaume. Merece usted mucho de la Física y la Química por sus estudios en termometría; pero ha obtenido usted sus laureles científicos fundamentalmente en un campo diferente. Mediante sus estudios sobre aleaciones metálicas y su sensibilidad a la temperatura, ha determinado usted que algunas de esas aleaciones tienen propiedades notables: algunas apenas se expanden al calentarse, lo que le sugirió la idea de utilizarlas como estándares de medida.
Una de las aleaciones de acero-níquel en particular, la que contiene un treinta y séis por ciento de níquel, fue considerada por usted como la idónea. Ya que es casi invariable ante la acción del calor y otras influencias, usted la ha bautizado como invar. Su beneficio potencial a la Ciencia por la fabricación de estándres y de instrumentos diversos es fácilmente apreciable. En la geodesia, los cables de invar proporcionan medidas de línea de base mucho más precisas que las obtenidas anteriormente.
En nombre de la Real Academia Sueca de las Ciencias, le felicito por sus investigaciones y descubrimientos, que han sido de la máxima utilidad, y por esa misma razón merecedores del Premio Nobel. Le pediré ahora que reciba el premio de manos de Su Majestad el Rey, que estará encantado de presentárselo.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):
]]>Hay dos maneras de hacerse con él, ambas con el mismo precio:
A través de Lulu. Por este medio recibes un PDF con el que puedes hacer lo que te dé la gana, y además nuestro margen es mayor (porque Lulu se queda con menos).
A través de Amazon. Se descarga en dispositivos con la app de Kindle (tabletas, móviles, ordenadores), pero no en lectores de tinta electrónica ya que realmente es un PDF. Esta opción es para quienes estáis completamente inmersos en el ecosistema de Amazon, nos llevamos algo menos de dinero por libro, ¡pero usadla si os conviene más, para eso la ofrecemos!
Si lees el libro y crees que merece la pena, hay dos cosas que te pediría:
Que, independientemente de dónde hayas comprado el libro, escribas una reseña en todos los sitios que puedas (Amazon, Lulu y Goodreads, por ejemplo). Es algo que ayuda mucho a que gente que ni lo conoce ni ha oído hablar de El Tamiz lo encuentre.
Que lo recomiendes a quien creas que puede disfrutarlo. Si es una institución sin ánimo de lucro o alguien que no puede permitirse pagarlo, no tengo el menor problema en que le mandes el PDF directamente (la licencia que hemos elegido lo permite).
En ello estamos. Solo tiene sentido publicarlo físicamente en plan lujo total: tapa dura, color y papel premium, etc. Y eso significa primero que será muy caro, y segundo –precisamente por el precio– que necesitamos asegurarnos de que funciona y merece la pena. Hace falta que Geli diseñe una portada nueva (porque tiene que ser de anverso, reverso y lomo, envolviéndolo todo), que verifiquemos que todo se imprime bien.
Probablemente encargaremos versiones de prueba en Lulu y Amazon, ya que ambos ofrecen impresión bajo demanda en tapa dura, a ver qué calidad tiene el papel, la portada y sobre todo cómo de sólido es el encuadernado, que a veces es el punto flaco de los libros de tapa dura que he comprado.
Os tendré al tanto.
Acabo de publicar también un breve vídeo de presentación del libro en el canal de youtube: https://youtu.be/a1oIFRyuFH0.
]]>El libro de La vida privada de las estrellas ya está en el horno. Todos los capítulos están terminados y todos excepto uno revisados, Geli está terminando la portada y el último capítulo está en proceso de corrección, así que no creo que tarde mucho tiempo en publicarse la versión en PDF (luego me pondré con la versión física a ver si es posible hacerlo bien). Mientras tanto, como he añadido un capítulo más que los artículos que ya existían, aquí lo tenéis como artículo adicional de la serie.
El último artículo hasta hace unos días, Agujeros negros, fue publicado hace catorce años, y hace siete años que publiqué la última entrada con contenido en El Tamiz. Como os dije hace unas semanas, no quiero prometer nada que no esté seguro de cumplir pero espero que este sea el primero de más artículos nuevos. Confío en que no tengáis que esperar años otra vez; mi intención es al menos publicar cada par de meses, no quiero ser más ambicioso por ahora.
En cualquier caso, como decíamos ayer…
En el resto de esta serie (que recomiendo que leas desde el principio antes de seguir) escudriñamos los secretos de las estrellas: sus tipos, su naturaleza, los procesos que tienen lugar en su interior y los objetos exóticos en los que algunas se convierten al final de su vida. Hoy hablaremos no ya sobre estrellas individuales, sino sobre cómo se agrupan en el espacio y pasaremos de la escala estelar a la cosmológica. Hablaremos sobre galaxias.
Si tienes la suerte de mirar hacia el cielo nocturno en una noche sin luna lejos de ciudades y otras fuentes de luz artificial, podrás disfrutar de una vista que ha maravillado al ser humano desde que tenemos registros históricos: la Vía Láctea. Es una banda de luz tenue, irregular, que dependiendo de la latitud y la época del año forma un ángulo diferente con la horizontal. Su belleza es tal que casi todas las culturas han asignado una leyenda a su origen pero hasta una época recientísima no teníamos ni la menor idea de qué era esa banda luminosa.
El Nacimiento de la Vía Láctea, de Pedro Pablo Rubens (c. 1637). Versión grande.
El nombre en castellano viene del griego clásico galaxías kýklos, círculo de leche, y seguimos hablando de la Galaxia con mayúscula para referirnos a ella. De acuerdo con la leyenda griega, Zeus puso a su hijo Heracles –que había tenido con una mujer mortal en una de sus constantes aventuras amorosas– sobre el pecho de Hera para que mamase mientras ella dormía. Al despertar, Hera se dio cuenta de que estaba dando de mamar a un bebé desconocido y lo empujó de su pecho; un chorro de leche salió despedido violentamente en el proceso, llegó hasta el firmamento y dejó un reguero que sigue allí hasta hoy. Los griegos eran así.
Varios filósofos y científicos se plantearon explicaciones racionales sobre su naturaleza e incluso algunos llegaron a acercarse muchísmo a la realidad. El astrónomo persa Naṣīr al-Dīn al-Ṭūsī, en su Memoria de la Ciencia de la Astronomía, postuló en el siglo XIII la idea de que la Vía Láctea era un conjunto innumerable de estrellas tan minúsculas que es imposible distinguir unas de otras y por eso la vemos como una luz blanca difuminada. Se equivocaba en lo de que son estrellas minúsculas –hoy en día sabemos que lo que sucede es que están muy lejos– pero en ausencia de telescopios me parece una hipótesis extraordinaria.
La Vía Láctea vista desde la Tierra (Steve Jurvetson/CC BY 2.0). Versión grande
Hubo que esperar cuatro siglos más para saber la verdad. Eso sucedió cuando otro genio, el italiano Galileo Galilei, dirigió su telescopio hacia el firmamento y fue testigo de maravillas que el ojo humano no había visto jamás como los cráteres lunares o los satélites de Júpiter. Al mirar con su telescopio –que en comparación con los modernos era un simple catalejo– hacia la Galaxia, vio cientos de miles de minúsculas estrellas individuales.
La pregunta evidente que se hicieron muchos científicos casi inmediatamente, era: ¿Por qué? ¿Por qué el resto del cielo nocturno tiene estrellas más o menos dispersas y sin embargo en esa banda hay una cantidad innumerable de ellas? ¿Qué hace especial a esa región del firmamento comparada con el resto?
En 1750 el inglés Thomas Wright propuso una explicación inteligentísima y básicamente acertada: el Sol es parte de un conjunto de muchísimas estrellas agrupadas en forma de disco que es la Galaxia. Al mirar en la dirección del canto del disco vemos una banda de estrellas, mientras que si miramos fuera del disco vemos muchas menos. Esta idea era revolucionaria: las estrellas, según Wright, no formaban una cúpula alrededor de nosotros ni estaban todas a la misma distancia ni mucho menos, ni tampoco llenaban uniformemente el firmamento. Para explicar por qué estas estrellas no caían hacia su centro común por la fuerza gravitatoria, el inglés planteó una explicación perfecta: las estrellas giran alrededor de su centro del mismo modo que los planetas lo hacen en el Sistema Solar.
Pero Wright fue más allá. Es posible, si las condiciones de visibilidad son idóneas, ver en algunas partes del cielo nocturno nubes de luz muy tenue, que denominamos nebulosas, sin necesidad de telescopio: Andrómeda y las Nubes de Magallanes, por ejemplo. Y el inglés postuló la hipótesis de que esas nubes de luz podrían ser agrupaciones de estrellas como la que nos rodea a nosotros pero muchísimo más lejanas. En otras palabras: nuestra Vía Láctea era una agrupación de muchas otras. Había otras galaxias además de la nuestra. Las ideas de Wright influyeron a su vez en el alemán Immanuel Kant, que cinco años después popularizó el concepto de las galaxias llamándolas universos isla, al estar separadas por distancias inconmensurables.
En 1785 William Herschel, utilizando los catálogos de estrellas existentes y sus posiciones en el firmamento, intentó estimar la forma de la Galaxia e hizo el primer diagrama racional de la Vía Láctea. Herschel puso el Sol más o menos en su centro: hoy en día sabemos que esto no es ni mucho menos cierto pero la apariencia de la Vía Láctea en el cielo lo hacía plausible ya que su brillo no cambia demasiado en niguna dirección. Si el Sol estuviera cerca del borde del disco, pensó Herschel, al mirar hacia el centro veríamos muchísimas más estrellas que si mirásemos hacia fuera, y eso no pasaba.
Diagrama de la Vía Láctea de William Herschel (1785).
El problema era tecnológico: nuestros telescopios tenían que avanzar muchísimo. Pero en los siguientes dos siglos eso fue exactamente lo que sucedió. Década tras década fuimos descubriendo cosas nuevas: más y más nebulosas –miles de ellas–, algunas en forma de molinillo o espiral, otras circulares, otras elípticas…
Observamos el hecho de que las novas (cuya naturaleza no conocíamos aún) observadas en esas nebulosas eran, en promedio, mucho menos brillantes que las descubiertas en la banda de la Vía Láctea. Algunos astrónomos sospechaban, por tanto, que Wright y Kant tenían razón y existían otros universos isla como el nuestro. Eso sí, la naturaleza de nuestra Galaxia y su relación con las nebulosas no estaba nada clara.
El ser humano es, por naturaleza, egocéntrico. Nuestra visión del Universo había sido geocéntrica durante milenios y nos costó aceptar el modelo heliocéntrico. El descubrimiento de la miríada de estrellas que nos rodean y de la Vía Láctea no cambió casi nada: la idea más generalizada (la de Wright era minoritaria) era que el Sol estaba, naturalmente, en el centro de la Vía Láctea, que era básicamente todo el Universo. Las nebulosas no eran más que pequeñas agrupaciones de estrellas en la periferia de la Vía Láctea –en los confines del Universo–.
¿Cómo saber la realidad? ¿Eran esas tenues nubes luminosas pequeñas y relativamente cercanas, o enormes como nuestra propia Vía Láctea pero mucho más lejanas? Era posible medir la distancia a estrellas muy cercanas al Sol pero no teníamos ni la menor idea de cómo hacerlo con otras mucho más lejanas.
Todo cambió para siempre con Henrietta Swan Leavitt.
En el siglo XVIII descubrimos una estrella, Delta Cephei, en la constelación de Cefeo, que pulsaba: su brillo aumentaba y disminuía con un período bastante preciso de unos 5,4 días. Por entonces no sabíamos siquiera qué proporcionaba el brillo a las estrellas, de modo que esto fue catalogado sin más. Pero con el tiempo fuimos descubriendo otras estrellas que también pulsaban como Delta Cephei y a todas esas estrellas las denominamos cefeidas.
RS Puppis, una de las cefeidas más brillantes de la Vía Láctea (NASA). Versión grande.
Hoy en día sabemos por qué se comportan como lo hacen, claro, y a estas alturas de la serie lo entenderás perfectamente. Las cefeidas son estrellas no demasiado jóvenes, con una cantidad considerable ya de helio. Este helio, como todos los gases, es más opaco cuanto más ionizado está. Cuando un gas se ioniza –es decir, se separan los núcleos de los electrones– la sopa de electrones que se agitan libremente es eficacísima absorbiendo luz, mientras que los electrones unidos a los átomos no lo son tanto.
Esto significa que una masa de helio formada por átomos sin ionizar –cada uno con sus dos electrones– es muy transparente. El helio sin un electrón –parcialmente ionizado– es más opaco, y más aún el totalmente ionizado, sin electrones.
Lo que sucede en las cefeidas es que el helio de las capas externas, en cierto momento, está totalmente ionizado y por lo tanto es muy opaco. Al serlo absorbe muy bien la radiación emitida por la estrella: el brillo queda atenuado y la vemos más apagada. Pero como el responsable es el helio ionizado, al absorber esa radiación se calienta y se expande.
Al expandirse, naturalmente, se enfría: y eso hace que los electrones empiecen a caer a los átomos y se unan a ellos, desionizando el plasma de helio. ¡Pero, al perder electrones libres, el plasma se vuelve más transparente! En consecuencia más luz escapa y la estrella aumenta su brillo.
A principios del siglo XX conocíamos miles de cefeidas: unas más brillantes que otras, unas con períodos de brillo-atenuación más largos, otras más cortos, unas rojas, otras blancas… De todo. Pero en 1908, mientras analizaba miles de cefeidas en la Gran Nube de Magallanes, Henrietta Swan Leavitt descubrió que existía una relación entre su brillo y su período.
No nos habíamos dado cuenta antes porque, al mirar cefeidas dentro de la Vía Láctea, sus distancias a nosotros afectan muchísimo al brillo. Pero, como las Nubes de Magallanes están a una distancia tan gigantesca de nosotros –aunque no supiésemos cuánta por entonces– todas las estrellas en su interior están más o menos igual de lejos del Sol, con lo que el brillo relativo depende únicamente de la luminosidad inherente de cada estrella y no de su distancia a nuestros ojos.
Henrietta Swan Leavitt (1868-1921).
Leavitt determinó que el período de pulsación de las cefeidas aumentaba de manera predecible con su brillo absoluto (es decir, sin tener en cuenta la distancia). La publicación de este descubrimiento lo cambió todo: imagina que vemos una cefeida a una distancia gigantesca, tan grande que no disponemos de artificio para determinarla… pero medimos su período de pulsación. Sabiendo ese período, podemos determinar su brillo inherente y comparando el brillo que vemos con el inherente es posible estimar con mucha precisión la distancia.
Una vez descubierta esta propiedad de las cefeidas, medir la distancia a cualquier nebulosa era muy fácil: bastaba con identificar una cefeida en ella, medir su período, utilizar las curvas luminosidad-período y hacer un cálculo para establecer la distancia sabiendo la diferencia entre el brillo aparente y el absoluto. Coser y cantar. Y eso es exactamente lo que hicimos.
Relación pulsación-luminosidad de las estrellas cefeidas (Vedran V/CC 0).
En 1923 un jovencísimo Edwin Hubble miró a través del Telescopio Hooker, cerca de Los Ángeles, hacia la Nebulosa de Andrómeda. Se trataba del telescopio más potente del planeta y lo sería hasta 1949, y Hubble descubrió dos cosas demoledoras sobre la naturaleza de la nebulosa. Fue capaz de observar estrellas individuales en ella, lo cual demostraba que no era una nube sino un conjunto de infinidad de estrellas (y, por lo tanto, lejanísima). Pero mucho más importante aún, midió el brillo aparente y el período de pulsación de varias cefeidas.
Esta observación, combinada con las gráficas de pulsación-luminosidad de Leavitt, permitió a Hubble hacer una estimación bastante exacta de la distancia a la Nebulosa de Andrómeda. El resultado fue apabullante: unos 900 000 años luz, una distancia gigantesca que hacía imposible que Andrómeda fuese ni parte de nuestra Galaxia, ni un pequeño satélite cercano. Hoy en día tenemos medidas mucho más precisas que las de Hubble sobre esa distancia que es aún mayor que la que estimó él. La Galaxia de Andrómeda (ya que es una galaxia, por supuesto) se encuentra a dos millones y medio de años luz de nosotros. Al mirarla, estamos viendo la luz que salió de esas estrellas mucho antes de que el primer ser humano pisara la Tierra.
Hubble en el Telescopio Hooker (1922). Versión grande.
Desde 1923 no hubo duda alguna y nuestra concepción del Universo cambió otra vez. En el pasado habíamos abandonado el modelo geocéntrico y ampliado el tamaño del Universo hasta englobar el Sistema Solar, y luego la Galaxia. Habíamos mantenido al menos la concepción heliocéntrica (es como si no pudiésemos resignarnos a no ser de alguna manera el centro de todo) pero finalmente hubo que admitir con humildad que ni siquiera eso era cierto.
La Vía Láctea es una galaxia como muchas otras y lo único que la hace especial es que nosotros estamos dentro de ella. Las nebulosas que tan tenuemente brillaban en el cielo nocturno son gigantescas agrupaciones de estrellas a distancias descomunales y el Universo es muchísimos órdenes de magnitud más grande de lo que habíamos sospechado nunca. Y la cosa no había hecho más que empezar: no había una, dos ni cien galaxias además de la nuestra. Somos una mota de polvo en el ojo del Universo.
Galaxia del Sombrero (NGC 4594) quince veces más lejana que Andrómeda (NASA). Versión grande.
De igual manera que al estudiar las entrañas de una estrella lo hicimos fijándonos en nuestro propio Sol, haremos lo mismo ahora para escudriñar la estructura y naturaleza de las galaxias. La Vía Láctea es una galaxia bastante típica, y conocerla es un buen punto de partida para aprender más sobre las galaxias en general.
Incluso en el conocimiento de nuestra Galaxia estábamos equivocados: recordarás que Herschel había hecho un diagrama en el que el Sol estaba situado más o menos en el centro de la Vía Láctea por la simetría de estrellas en todas direcciones del disco, ¿verdad? Pues eso tampoco era cierto. Sí lo es el hecho experimental: se ve más o menos el mismo número de estrellas en toda la banda de la Vía Láctea. El error no estaba en lo que se veía, sino en lo que no.
Como bien sabes y como vimos según nuestros medios tecnológicos fueron avanzando, en el Universo no solo hay estrellas. Ya hemos visto a lo largo de la serie que existen gigantescas nubes de polvo y gas en muchas regiones del espacio interestelar. Y existen nubes de ese tipo entre el Sol y el centro de la Galaxia, con lo que al mirar hacia allí no vemos toda la luz que deberíamos ver (que sería muchísima ya que hay una cantidad ingente de estrellas).
La Galaxia de Andrómeda (David Dayag/CC BY-SA 4.0). Versión grande.
Dicho de otro modo, la aparente semejanza al mirar hacia “dentro” y “fuera” del disco galáctico es una ilusión, causada por esas cortinas parcialmente opacas que nos bloquean la visión del núcleo galáctico. El Sol está realmente muy lejos del centro de la Galaxia (lo cual es muy afortunado como veremos en un momento).
Algo que es importante entender también es que las estrellas del firmamento que no están sobre esa banda no son necesariamente externas a nuestra Galaxia: la banda es la agrupación más densa de estrellas y se ve cuando miramos en el plano del disco. Pero hay muchas otras estrellas fuera de la banda que son muy cercanas a nuestro Sol y, por tanto, están también en nuestra propia Galaxia.
Recuerda que Hubble necesitó el telescopio más potente de la época para detectar estrellas individuales en Andrómeda (que es la galaxia más cercana a la nuestra). Todas las estrellas con nombre propio que hemos visto a lo largo de la serie están en nuestra Vía Láctea, y la mayor parte de ellas a distancias minúsculas –astronómicamente hablando– de nuestros ojos. Nunca jamás has visto una estrella individual que no estuviera en nuestra Galaxia (excepto tal vez una supernova si has sido muy afortunado).
La galaxia espiral barrada NGC 1300 fotografiada por el Hubble (NASA). Versión grande.
La cartografía –o, más exactamente, la astrografía– de la Vía Láctea no es fácil precisamente por el hecho de que estamos dentro de ella. Alguna vez habrás visto “fotos” de la Galaxia vista desde fuera que obviamente no son tales porque para hacerlas habría que mirar la Galaxia desde fuera y, como vimos hace bastante, los objetos tecnológicos que más lejos han llegado son las dos sondas Voyager, que acaban de abandonar meramente los confines de nuestro Sistema Solar. Es mucho más fácil saber la forma y tamaño exactos de otras galaxias, como Andrómeda, que sí podemos fotografiar de verdad.
Sin embargo, a lo largo del tiempo hemos hecho observaciones muy cuidadosas de infinidad de estrellas de nuestra galaxia y hemos comparado sus posiciones, brillos y velocidades relativas con los de estrellas situadas en otras galaxias diferentes. De ese modo nos hemos hecho, aunque sea de manera indirecta, una idea bastante buena de la estructura, comportamiento y dimensiones de la Vía Láctea.
Nuestra galaxia está formada por un número tan enorme de astros que nos es imposible saber cuántos con exactitud, pero son entre cien y cuatrocientos mil millones de estrellas. Es un número imposible de concebir para mí y una de las muchas razones por las que la astronomía me hace sentir muy, muy pequeño. Por otro lado, aunque me apabulle, también me produce una sensación de maravilla y disfrute muy difícil de explicar pero que, a estas alturas de la serie, espero que compartas si no lo hacías ya. Estimamos que hay unos diez mil millones de enanas blancas en ella, mil millones de estrellas de neutrones y cien millones de agujeros negros estelares.
Sus dimensiones son también escalofriantes. Como bien había hipotetizado Wright, se trata de una especie de disco más o menos circular con un grosor de dos mil años luz y un diámetro de unos 260 000 años luz, que gira majestuosamente alrededor de su centro –en esto también tenía razón Wright– con un período de cientos de millones de años. No doy una cifra exacta porque, como veremos, depende del lugar de la Galaxia del que estemos hablando; nuestro Sol tarda unos 240 millones de años en dar una vuelta completa. En su vida como estrella ha dado unas veinte vueltas y desde la aparición del ser humano ha dado 1/1250 de vuelta.
Naturalmente, no todas las estrellas están en ese disco, ni el propio disco tiene una frontera definida. Hay un halo que rodea el disco central y en él la densidad de gas, polvo y estrellas es mucho menor, además de disminuir con la distancia. Además, hay pequeñas agrupaciones de miles o millones de estrellas, como si fueran mini-galaxias, que rodean la Vía Láctea fuera del disco. Estas rémoras galácticas reciben el nombre de cúmulos globulares y existen en la mayor parte de las galaxias.
Es importante recordar que las estrellas, incluidas las de los cúmulos globulares, orbitan alrededor del núcleo galáctico, no de un eje común: no sucede como en el caso de la Tierra, en la que cada punto gira alrededor de un eje de rotación. Las galaxias no tienen tal eje de rotación, sino un punto central. Esto significa que las órbitas no están sobre un mismo plano, aunque la mayor parte de ellas (al estar muchas estrellas aproximadamente en el plano galáctico) ocupen planos casi paralelos. Un cúmulo globular razonablemente alejado del disco, por el contrario, tendrá una órbita muy inclinada sobre él.
El cúmulo globular Omega Centauri visto por el telescopio ESO (ESO/CC BY 4.0). Versión grande.
La Vía Láctea es una galaxia espiral barrada. Veremos más adelante que suele clasificarse a las galaxias, ya que así lo hizo Hubble, dependiendo de su forma. La Vía Láctea no es un disco poblado uniformemente de estrellas sino que tiene un núcleo muy densamente poblado y brazos espirales que salen de él (por eso es una galaxia espiral). Pero el núcleo no es esférico sino que tiene forma alargada, como de barra, y los brazos salen de los extremos de la barra (por eso es barrada).
La estrella G2V alrededor de la cual gira el planeta sobre cuya superficie estás aposentado ahora mismo viaja alrededor del núcleo galáctico en uno de estos brazos espirales, el Brazo de Orión, a una distancia de unos 27 000 años luz del centro de la Galaxia y a unos 50 años luz del plano galáctico (el plano central del disco).
Mapa de la Vía Láctea (modificado de este de la ESA). Versión grande.
El núcleo contiene una densidad descomunal de estrellas, de gas y de polvo. Allí el disco se engrosa ya que el núcleo no es esférico pero sí es más abultado que el resto del disco. En un radio de unos tres años luz del centro estimamos que hay unos diez millones de estrellas. Se trata de una densidad estelar tan elevada que la vida tal como la conocemos sería imposible allí.
Un planeta que orbite cualquier estrella del núcleo galáctico estaría sometido a procesos demasiado violentos con una frecuencia bastante grande. Piensa en todo lo que hemos hablado aquí: novas, supernovas, chorros de radiación, convulsiones estelares…
La superficie de ese planeta estaría barrida por partículas cargadas, neutrones energéticos o radiación ionizante muy a menudo. Es posible, naturalmente, que otras formas de vida muy diferentes de las que conocemos pudieran evolucionar allí, pero se trata de un entorno extremadamente hostil.
En el centro del núcleo galáctico la densidad de estrellas se hace tan grande que muchas de estas estrellas se fusionaron hace muchísimo tiempo para formar un solo objeto: por supuesto, un agujero negro. Pero no se trata de un agujero negro con una masa de unas decenas ni unos cientos de Soles. Es un agujero negro supermasivo con la masa de unos cuatro millones de Soles y un radio de 46 millones de kilómetros.
Sagitario A* visto por el telescopio Event Horizon (NASA). Versión grande.
Dado que el núcleo galáctico, visto desde la Tierra, está en la dirección de la constelación de Sagitario (cerca de su frontera con Escorpio), a este agujero negro se lo denomina Sagitario A*: es la fuente de radioondas más intensa de la constelación de Sagitario. El asterisco indica que se trata de una fuente de radioondas especial (¡y tanto!).
Por supuesto no podemos verlo, pero en 2017 obtuvimos la primera imagen en la que se observa la sombra del horizonte de sucesos y el gigantesco disco de acreción que lo rodea. Sabemos con bastante seguridad que agujeros negros supermasivos similares, con millones de masas estelares, se encuentran en el núcleo de casi todas las galaxias. Es algo inevitable dada la densidad estelar en esas regiones y la tendencia de las estrellas a fagocitar a otras cercanas.
Las estrellas de la Vía Láctea, como sucede en cualquier galaxia, no giran alrededor del centro con el mismo período: las galaxias no se comportan como objetos rígidos en rotación sino que cada estrella viaja a una velocidad diferente, como sucede en los planetas del Sistema Solar. En el caso de los planetas conocemos perfectamente la relación entre radio orbital y período, ya que la describió con una precisión pasmosa Johannes Kepler: el período orbital al cuadrado es proporcional al radio orbital medio al cubo.
Esta ley matemática descubierta por Kepler se denomina Tercera Ley de Kepler del movimiento planetario (hay otras dos que no nos importan ahora mismo). Newton la explicó de un modo muy sencillo a partir de su teoría de gravitación, y es uno de los pilares de la planetología y la cosmología; es fácil de deducir a partir de las bases de la teoría gravitatoria. Pero pronto nos dimos cuenta de que las estrellas que giran en las galaxias no siguen la ley de Kepler.
Las estrellas muy lejanas al núcleo galáctico deberían moverse muy despacio, tanto más cuanto más lejos estén. Pero a partir de cierta distancia esta disminución de velocidad no se observa sino que hay un patrón más o menos aleatorio pero con una media constante… e incluso a veces hay velocidades bastante mayores para estrellas muy lejanas. Todo esto parece absurdo y viola una de las leyes que más claras teníamos hasta observar este extraño fenómeno. Existen dos posibles razones: la primera es teórica y la segunda experimental.
La teórica es bien fácil de entender: es posible que nuestras teorías sobre la gravitación sean erróneas, que tanto Newton como Einstein estuvieran equivocados y que la tercera ley de Kepler no sea más que una aproximación que se rompe a escalas muy grandes. Haría falta modificar nuestras teorías para englobar tanto el movimiento planetario de pequeña escala como el estelar de gran escala.
La segunda posible explicación a esta anomalía es que la teoría es perfecta pero estamos usando datos erróneos porque hay materia que no vemos. Sería posible explicar el comportamiento empírico de las estrellas si suponemos que hay enormes cantidades de masa esparcidas por la Galaxia (no en el núcleo únicamente) que alteran la velocidad de las estrellas más lejanas. Pero para explicar la anomalía en el comportamiento estelar la Vía Láctea debería tener una masa unas 10 veces mayor que la que vemos… esto significa que, de ser cierta esta explicación, el 90% de la masa de la Galaxia es invisible para nosotros y todas las estrellas, polvo y gas que observamos es solamente el 10%.
Al ser materia que no detectamos de ninguna manera (no es polvo ni gas, ya que ambos son detectables en distintas longitudes de onda por nuestros telescopios) se la denomina hipotéticamente materia oscura. Se trata, aunque pueda parecer sorprendente, de la explicación más aceptada hoy en día, aunque como digo no es una certeza, sino una mera hipótesis.
De existir, la materia oscura galáctica es realmente peculiar. No es invisible por ser simplemente oscura como lo es el carbón: un trozo de carbón puede ser muy oscuro pero refleja algo de luz y, sobre todo, emite radiación infrarroja dependiendo de la temperatura. Podríamos no verlo con los ojos, pero sí con un instrumento óptico sensible a esas longitudes de onda. Ahora bien, ninguno de nuestros telescopios que escudriñan el espacio en infrarrojos, radioondas, microondas, rayos X o ultravioleta ha detectado ni un ápice de materia oscura. Eso significa que no interacciona de ninguna manera con el campo electromagnético: de hecho, pensamos que si existe su única interacción con el resto del Universo es la fuerza gravitatoria.
Como comprenderás, decir que no sabemos si existe o no algo que constituye el 90% de nuestra Galaxia (y de todas las demás en mayor o menor medida, porque las velocidades estelares tienen un comportamiento parecido en todas partes) es algo brutal. Pero la razón de que esta hipótesis sea la más aceptada es que la velocidad de rotación galáctica no es el único aspecto en el que las cosas no encajan pero sí lo harían de existir la materia oscura.
Efecto de lente gravitatoria producido por un cúmulo de galaxias (ESA/Hubble/CC BY 4.0).
Recordarás que cuando hablamos sobre agujeros negros lo hicimos sobre el efecto de lente gravitacional que podían producir esos objetos tan masivos. Lo mismo sucede con las galaxias: al mirar objetos al otro lado de ellas, la inmensa masa de las galaxias distorsiona la imagen de lo que hay detrás. Como el efecto es mayor cuanta más masa tiene la galaxia, es posible estimar su masa midiendo cómo de grande es el efecto de lente gravitatoria que produce. Y al hacerlo obtenemos masas unas cinco veces superiores a las que podemos ver con nuestros telescopios. La existencia de materia oscura explicaría la diferencia.
También es cierto que ambos fenómenos tienen que ver con nuestras predicciones realizadas con la teoría gravitatoria de Newton-Einstein, luego una modificación de esta teoría podría explicar las dos anomalías. En cualquier caso, no tengo la menor duda de que la resolución de este conflicto supondrá varios Premios Nobel en las próximas décadas.
Nuestra Vía Láctea no es más que una de los muchos universos isla kantianos que conocemos hoy. Del mismo modo que me parece imposible asimilar el número de estrellas que hay en nuestra Galaxia me parece imposible hacerlo con el número de galaxias que hemos observado en el Universo. No tenemos un número exacto ya que nuestros telescopios mejoran constantemente, pero la estimación actual es de unos doscientos mil millones de galaxias: un número comparable al de estrellas en nuestra Galaxia. Si multiplicas un número por el otro (número de galaxias por número de estrellas en nuestra galaxia, suponiendo que es una cantidad típica) el resultado es apabullante. Hay más estrellas en el Universo que granos de arena en todas las playas de la Tierra.
Son tantísimas que solamente las más cercanas y las más interesantes tienen nombre propio: Andrómeda, las Nubes de Magallanes, la del Molinillo, la del Sombrero… El resto siguen códigos de clasificación diversos y tienen por tanto nombres crípticos. La del Sombrero, por ejemplo, es M104 (el objeto 104 en el catálogo de Messier), pero también es NGC4594 (el número 4594 del Nuevo Catálogo General, PGC42407 (la galaxia 42407 del Catálogo Principal de Galaxias), etc.
Aunque hay muy diversos tipos de ellas, las diferencias fundamentales entre unas galaxias y otras son su tamaño (ya que, aunque inmensas, no todas contienen el mismo número de estrellas) y su forma. En 1926 Edwin Hubble estableció una clasificación galáctica morfológica (basada en la forma) que seguimos usando hoy en una versión extendida y definió cuatro tipos fundamentales: elípticas, lenticulares, espirales e irregulares.
Morfología galáctica de Hubble (Ville Koistinen/CC BY 3.0).
Las galaxias elípticas se llaman así porque tienen forma de esferoide o elipsoide. Suele asignárseles un número que indica la excentricidad, es decir, lo alargadas que son: una E0 es esférica, mientras que una E3 es más alargada. Más allá de esto, las galaxias elípticas no tienen mucha estructura sino que las estrellas giran alrededor del centro en órbitas más o menos aleatorias, con lo que no son muy interesantes al observarlas con el telescopio.
Hubble pensaba que se trataba de galaxias muy jóvenes que luego evolucionaban a otras formas más enrevesadas, pero hoy en día sabemos que no es así. Hay pocas galaxias elípticas y la mayoría están localizadas en cúmulos de bastantes galaxias relativamente cercanas, con lo que pensamos que son el resultado de la colisión y fusión de galaxias originalmente independientes.
La galaxia E1 IC-2006 a 62 millones de años luz (NASA/ESA/Hubble). Versión grande.
Las galaxias espirales como la Vía Láctea se llaman así por la razón obvia y son las más comunes. Todas tienen un núcleo más grueso y compacto y brazos espirales, y algunas (como la nuestra) no tienen un núcleo esférico sino que de él salen dos brazos cortos y gruesos, de modo que el núcleo parece una barra y en ese caso se llaman espirales barradas. Se les suele asignar una letra para indicar el tamaño relativo del núcleo y los brazos: una Sa tiene un núcleo grande y brazos difuminados, con lo que parece casi un disco. Una Sb tiene brazos más definidos sin nada entre ellos, y una Sc más aún, con un núcleo bastante más pequeño. La Vía Láctea parece ser (porque no está claro, ya que estamos dentro) una espiral barrada Sb.
NGC2008, una galaxia espiral (ESA/Hubble/NASA/A. Bellini/CC BY 4.0). Versión grande.
Las galaxias lenticulares son una especie de híbrido entre los dos tipos anteriores: están aplanadas en forma de disco como las espirales, pero son simétricas alrededor de un eje y no tienen estructura, como las elípticas. Son una especie de elípticas aplanadas sin brazos y su código es S0 (algo así como “galaxia espiral sin brazos”).
Finalmente, las galaxias irregulares son un cajón de sastre donde se agrupan todas las que no pertenecen a los otros tipos. Suelen ser pequeñas y en su mayor parte, por lo que sabemos, pertenecían a alguno de los otros tres tipos pero fueron deformadas por la gravedad al pasar cerca de otras galaxias cercanas.
Las galaxias que observamos no tienen posiciones aleatorias en el espacio: solo un 5% de las galaxias que conocemos están completamente aisladas. De hecho es relativamente común que dos galaxias que se mueven una hacia la otra interaccionen entre sí: que se unan para formar una galaxia mayor, se roben estrellas y materia no estelar la una a la otra, etc. Son procesos bellísimos al mirarlos con un telescopio, pero verdaderos cataclismos para la estructura de esas galaxias.
NGC 4038 y 4039, las Galaxias de la Antena, en colisión (NASA). Versión grande.
La mayor parte de las galaxias forman grupos separados de otros por distancias mucho mayores. Estos conjuntos de galaxias reciben el nombre formal de grupos si son de pequeño tamaño (menos de 50 galaxias) y cúmulos si se trata de muchas (entre 50 y 1000 galaxias).
Nuestra propia Galaxia forma parte de un grupo, el Grupo Local, formado por dos galaxias principales (Andrómeda y la Vía Láctea) y un par de docenas de galaxias menores, satélites de las otras dos. Es como si el Grupo Local fuera una pareja de adultos, cada uno con un buen puñado de niños que revolotean a sus pies. Las Nubes de Magallanes son algunos de estos “niños”.
A diferencia de las propias galaxias, que tienen un núcleo densísimo y las estrellas giran alrededor de él (es decir, de un lugar fácilmente identificable), los cúmulos y agrupaciones superiores funcionan de un modo diferente. Las galaxias orbitan alrededor del centro de masa del cúmulo, que puede no estar siquiera en ninguna de ellas sino en el vacío intergaláctico dependiendo de la estructura del cúmulo. En el caso del Sistema Solar, por cierto, el centro de masa del sistema está cerca del centro del Sol pero no siempre en el interior de la estrella, de modo que nuestro sistema planetario tampoco es tan diferente.
Uno de los cúmulos más cercanos al nuestro es el Cúmulo de Virgo (así llamado por su posición en el cielo nocturno). Este cúmulo es bastante grande, contiene unas 1 500 galaxias y se encuentra a unos 50 millones de años luz de nosotros. Si recuerdas el tamaño de la Vía Láctea (un cuarto de millón de años luz) y la distancia a Andrómeda (unos dos millones de años luz) con esto ya tienes una referencia para hacerte una idea de las distancias intergalácticas.
Cúmulo galáctico Abell 2744 a 4 000 millones de años luz del Sol (NASA). Versión grande.
Nuestro Grupo Local y el Cúmulo de Virgo forman parte a su vez de un supercúmulo formado por estos dos conjuntos de estrellas y otro centenar de grupos y cúmulos similares. Este Supercúmulo de Virgo se encuentra también en la dirección de esa constelación y de ahí el nombre. Sí, lo has adivinado: igual que la Tierra no estaba en el centro del Sistema Solar ni este en el centro de la Galaxia, nuestra Vía Láctea está en la región exterior de nuestro supercúmulo que tiene unos 110 millones de años luz de diámetro.
Pero claro, nuestro Supercúmulo de Virgo es un simple lóbulo de un súper-supercúmulo denominado Laniakea, hogar de unas cien mil galaxias cercanas, con un diámetro de unos 520 millones de años luz. Si te ves superado por todo esto, ¡bienvenido al club! Pero la cosa, por supuesto, no acaba ahí aunque ya estamos llegando al final.
Los supercúmulos forman a su vez las estructuras más grandes del Universo: los filamentos galácticos. El que alberga nuestra Galaxia es el llamado Complejo de Supercúmulos de Pisces-Cetus cuyo centro está, como su nombre indica, entre las constelaciones de los Peces y la Ballena. Este filamento galáctico tiene un grosor de unos 150 millones de años luz y una longitud de unos 1 000 millones de años luz y hemos observado otros sesenta más. Estos filamentos galácticos son las estructuras de mayor escala que existen.
Así de inconmensurable es el Universo. Un poco más abajo puedes ver una imagen en infrarrojo tomada por el James Webb Space Telescope –el heredero del maravilloso Hubble– y comprobarás que no exagero al llamarlo inconmensurable.
Los objetos de los que salen rayos simétricos son estrellas de nuestra propia Galaxia que están en primer plano (esos rayos son un efecto de distorsión por la lente del telescopio) y todas las demás cosas que ves son galaxias: todas las manchas, los puntos de luz y los objetos con forma definida. Puedes fijarte en que algunas están deformadas por el efecto de lente gravitacional que mencioné antes y otras son tan lejanas que parecen simples puntos.
Algunas de esas galaxias se encuentran a 13 100 millones de años luz de nosotros: su luz salió tan solo 600 millones de años tras el nacimiento del Universo y muchísimo antes de que nuestro Sol iniciase la fusión. No son galaxias como la nuestra en este caso, claro, ya que las vemos cuando eran jovencísimas y su estructura no está tan definida como la de galaxias maduras con muchas estrellas ya formadas. Por otro lado, reconocerás la forma de otras galaxias más cercanas y maduras, similares a la nuestra.
Imagen de fondo en infrarrojos del James Webb (NASA/James Webb/CC BY 2.0). Versión grande.
¿Podrías ser siquiera capaz de contar las galaxias que aparecen en la foto? ¿No es increíble? Pues imagina que tomas un minúsculo grano de arena de la playa y, con el brazo extendido, lo pones contra el cielo. Esta foto cubre la región del firmamento tapada por el grano de arena.
Y todo esto me hace sentir un pequeño simio, mirando al cielo mientras se rasca la barbilla. Pero, ¿se puede ser más afortunado, hermano simio?
]]>Es una serie ya terminada hace muchísimo tiempo, que tiene un libro electrónico y una serie de vídeos, pero hace ocho o nueve años empecé a trabajar en una versión revisada y extendida para publicar un libro “de verdad” con más contenido y, sobre todo, más fotos e imágenes.
Y, como empiezo a tener algo de tiempo en mi vida y algo más de energía, no me ha parecido una mala manera de meter el pie en el agua y empezar a escribir otra vez. Son cosas que me son muy familiares, no me enfrento al terrible “folio en blanco” cuando empiezo a escribir, ni tengo un plazo ni una expectativa de publicar nada la semana que viene, cosas que ahora mismo me agobiarían mucho.
Total, que lo que espero que pase primero es que, o bien durante el verano o justo después, tenga listo el libro en PDF y lo ponga a la venta si me parece que merece la pena (yo creo que sí). A continuación miraré cómo de astronómico sería el coste para hacer una versión impresa, porque cuanto más me dedico a él, más me gustaría tenerlo físicamente en la mano aunque sea un lujo. Y, si es factible hacerlo físico, me dedicaré entonces a adaptar el formato para hacer una versión probablemente en A4 y tapa dura.
Gracias por la paciencia de quienes aún seguís pendientes y veis esto, que no podéis ser muchos, jajaja… Espero poder tener algo que enseñar en un par de meses.
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Hay pocas cosas más agradables que charlar sobre Física con gente inteligente, así que me he divertido mucho, como siempre que doy una charla. Además, todo ha sido agradabilísimo: los anfitriones me han tratado como un rey, y los alumnos han sido encantadores. Luego la gente se queja de la “juventud de hoy en día”, jajaja… los de ayer y hoy eran inquisitivos, educados, críticos, inteligentes… una vergüenza, vamos.
Total, que me lo he pasado teta. La guinda del pastel ha sido el alumno (a quien no pregunté su nombre porque soy imbécil, perdóname si lees esto) que ha venido al final a decirme que está haciendo Ciencias Físicas, en parte, por mi culpa y la de El Tamiz. Si ves esto, como te dije en ese momento, no hay nada más emocionante que nadie pudiera decirle a un profesor. Solo por ese comentario daría diez conferencias.
Así que escribir, por ahora, no escribo, pero de vez en cuando intentaré asomar la cabeza para que no penséis que me ha pasado algo. Aprovecho para agradecer a Amparo, a Vicente y al resto de mis anfitriones que me hayan permitido pasar un rato tan agradable a su lado.
Os aseguro que si algo parecido se repite y es público, os hablaré de ello antes, y no después de haber pasado, pero en este caso no tenía sentido porque era un acto cerrado.
]]>También, por supuesto, para pedir disculpas por la sequía total de artículos. Lo entenderé perfectamente si alguno cancela su mecenazgo, porque no es que antes recibierais mucho, pero ahora… en fin. Ni siquiera puedo dar una explicación demasiado coherente, pero lo intentaré.
No os voy a aburrir con las cosas que han pasado últimamente: primero estuve enfermo yo, luego mi madre –que aún sigue mal–, y finalmente han pasado algunas cosas más que se han llevado gran parte de mi atención y mis energías. Y el problema es que no consigo encontrar ni el tiempo para escribir con sosiego, ni sobre todo la energía necesaria para la inspiración. Me está costando horrores.
Pero no os preocupéis, que ni abandono ni nada parecido… simplemente, hasta que mi mente vuelva a su cauce normal, me tomaré las cosas con calma (“¿Más?”, dirá alguno). Estoy escribiendo el siguiente artículo sobre los Premios Nobel, pero no quiero obligarme a acabarlo esta semana, sino cuando esté. Al menos, dentro de no mucho tiempo llegarán las vacaciones y espero tener tiempo para asentarme y escribir más…
¡Gracias por la paciencia!
]]>Habíamos dejado a Sagredo, Simplicio y Salviati discutiendo sobre el concepto de infinito y las paradojas asociadas a él (como la que lleva el nombre de paradoja de Galileo). Con ello seguirán ahora, y como siempre, dejo el último párrafo de la conversación para seguir el hilo más fácilmente:
Así, cuando Simplicio menciona segmentos de diferentes longitudes y me pregunta cómo es posible que los más largos no tengan más puntos que los más cortos, le respondo que un segmento no tiene más o menos ni el mismo número de puntos que otro, sino que cada uno tiene un número infinito. O, si le hubiera respondido que los puntos de un segmento son tantos como los cuadrados; de otro, mayor que todos los números; y en el más corto tantos como el número de cubos, ¿no podría satisfacer su duda poniendo más puntos en una línea que en otra manteniendo un número infinito en cada una? No hay más que decir de la primera duda.
Sagredo – Por favor, espera un momento y deja que añada a lo que ya se ha dicho una idea que se me acaba de ocurrir. Si lo anterior es cierto, me parece imposible decir que un número infinito es mayor que otro o que es mayor que un número finito, ya que si el número infinito fuese mayor que, por ejemplo, un millón, se deduciría de esto que al pasar de un millón a números más y más grandes nos iríamos aproximando al infinito; pero esto no puede ser.
Por el contrario, cuanto mayor sea el número que alcanzamos más nos alejamos del infinito, porque cuanto más grandes son los números menos cuadrados hay entre ellos; pero los cuadrados en los infinitos números no pueden ser menos que la totalidad de los números, como acabamos de acordar; por lo tanto al ir hacia números más y más grandes nos alejamos de infinito.
Esto es un argumento que me parece más bien pobre, y de hecho la conclusión (que no podemos comparar números finitos con infinitos, ni tampoco infinitos entre sí) es errónea, pero bueno.
Salviati – Y así, mediante tu ingenioso argumento, nos vemos llevados a la conclusión de que los atributos de “igual”, “mayor” y “menor” no tienen cabida al comparar magnitudes infinitas entre sí ni tampoco magnitudes infinitas con otras finitas. Pasemos ahora a otra consideración.
Dado que los segmentos y todos los continuos son divisibles en partes que, a su vez, son divisibles infinitamente, no veo cómo es posible evitar la conclusión de que estas líneas están compuestas de un número infinito de indivisibles, porque una división y una subdivisión que pueden ser llevadas a cabo indefinidamente presuponen que las partes son infinitas en número; en cualquier otro caso la subdivisión llegaría a un final. Y si las partes son infinitas en número debemos concluir que no son de tamaño finito, porque un número infinito de cosas de tamaño finito sería de magnitud infinita. Y así tenemos un continuo compuesto de un número infinito de indivisibles.
Dicho con otras palabras, y recuerda la época en la que esto está escrito, en el siglo anterior al de Newton y Leibniz y el concepto de diferencial. Si es posible dividir algo indefinidamente, de modo que cada división reduzca el tamaño de cada parte, entonces en el límite el tamaño de cada parte será nulo, y el número de partes, infinitas, de modo que el producto de ese “tamaño cero” por “infinitos trozos” siga siendo exactamente igual a la longitud original. Y en ese momento habremos reducido esa longitud original a sus componentes últimos.
Simplicio – Pero si llevamos a cabo la división indefinidamente hasta partes finitas, ¿qué necesidad hay entonces de introducir partes no finitas?
Salviati – El propio hecho de que es posible continuar la división indefinidamente hasta partes finitas hace necesario considerar ese continuo como compuesto de un número infinito de elementos infinitamente pequeños. Ahora bien, para resolver este asunto te preguntaré si, en tu opinión, un continuo está hecho de un número finito o infinito de partes finitas.
Simplicio – Mi respuesta es que su número es a la vez finito e infinito; potencialmente infinito, pero de hecho finito. En otras palabras, potencialmente infinito antes de la división, y de hecho finito tras la división; porque no podemos hablar de partes que existen en un cuerpo que no ha sido dividido, o al menos donde se han marcado las divisiones; si no hemos hecho esto aún decimos que existen potencialmente.
Salviati – De modo que no decimos de un segmento que tenga, por ejemplo, veinte codos de largo, contenga realmente veinte líneas de un codo de largo cada una sino, tras su división, que tiene veinte partes iguales; antes de la división se dice que las contiene sólo potencialmente. Supongamos que las cosas son como dices; dime entonces si, una vez hecha la división, el tamaño de la cantidad inicial ha aumentado, disminuido o se ha quedado igual.
Simplicio – Ni aumenta ni disminuye.
Salviati – Ésa es también mi opinión. Por lo tanto las partes finitas de un continuo, ya estén presentes potencial o realmente, no hacen que la cantidad original sea mayor o menor; pero resulta perfectamente claro que, si el número de partes finitas contenidas realmente en el todo es infinito, harían de la cantidad total infinita. Por lo tanto el número de partes finitas, aunque existan sólo potencialmente, no puede ser infinito, excepto que lo que las contiene sea también infinito; y al revés, si la magnitud es finita no puede tener un número infinito de partes finitas ni potencial ni realmente.
Sagredo – ¿Cómo es posible entonces dividir un continuo sin límite en partes que, a su vez, siempre sea posible subdividir?
Salviati – Esta distinción tuya entre lo real y lo potencial parece convertir en fácil, mediante un método, lo que no sería posible mediante otros. Pero intentaré reconciliar estos asuntos de otra manera; y respecto a la pregunta de si las partes finitas de un continuo limitado existen en número finito o infinito responderé, contrariamente a la opinión de Simplicio, que no son ni una cosa ni la otra.
Simplicio – Esta respuesta nunca se me habría ocurrido, ya que no pensaba que existiese algún paso intermedio entre lo finito y lo infinito; de modo que la clasificación o distinción que supone que una cosa debe ser finita o infinita es defectuosa y equivocada.
Salviati – Eso creo yo. Y si consideramos magnitudes discretas creo que existe, entre las infinitas y las finitas, un tercer término intermedio que se corresponde con cada número asignado; de modo que si se pregunta, como en este caso, si las partes finitas de un continuo son finitas o infinitas en número, la mejor respuesta es que no son ni una cosa ni la otra sino que se corresponden con cada número asignado.
Esto me parece un poco lioso. Creo que lo que Galileo quiere decir en boca de Salviati es lo siguiente. El número de indivisibles que componen un continuo es infinito. Sin embargo, el número de partes finitas que lo componen es cualquier número que queramos asignar, por grande que sea. Así, podemos dividir un metro en cien partes iguales, o en mil, o en un millón, y en todos esos casos el tamaño de cada parte será finito, y el número de partes no será infinito, pero tanto el uno como el otro se adaptan al número que deseemos asignar.
El italiano dice de ese número, finito pero tan grande como queramos, que “se corresponde con cada número asignado”, y lo sitúa entre el finito y el infinito. Aunque no estoy seguro, creo que lo que realmente intenta establecer es ese número como el enlace entre el finito y el infinito, a través de su límite.
Para que esto sea posible es necesario que dichas partes no estén dentro de ningún número limitado, porque entonces no se corresponderían con cualquier número mayor; tampoco pueden ser infinitas en número, ya que ningún número asignado es infinito. De este modo, según le plazca a quien pregunta, podemos asignarle cien partes finitas, cien mil, o cualquier otro número siempre que no sea infinito.
Admito por tanto a los filósofos que el continuo contiene tantas partes finitas como deseen, y admito también que las contiene de modo potencial o real, como les plazca; pero debo añadir que lo mismo que un segmento de diez brazas de longitud contiene diez segmentos, cada uno de una braza, y cuarenta segmentos de un codo, y ochenta de medio codo, etc., del mismo modo contiene un número infinito de puntos; que los llamen reales o potenciales, como deseen, ya que en este detalle, Simplicio, me remito a tu opinión y tu juicio.
Simplicio – No puedo evitar admirar tu explicación; pero me temo que este paralelismo entre los puntos y las partes finitas contenidas en un segmento no resultará satisfactoria, y que no encontrarás tan fácil dividir un segmento dado en un número infinito de puntos como los filósofos hacen cuando lo dividen en diez brazas o cuarenta codos; no sólo eso, sino que una división así es completamente imposible de realizar en la práctica, de modo que esto se convertirá en una de esas potencialidades que no pueden hacerse reales.
Salviati – El hecho de que algo pueda hacerse sólo con esfuerzo o diligencia, o con una gran inversión de tiempo, no lo convierte en imposible; de hecho no creo que tú mismo pudieras dividir fácilmente un segmento en mil partes, y mucho menos aún si el número de partes fuera 937 o cualquier otro número primo de gran tamaño. Pero si yo lograse esta división que tú consideras imposible tan fácilmente como cualquier otro podría dividir el segmento en cuarenta partes, ¿no estarías entonces más dispuesto, en nuestra discusión, a admitir la posibilidad de tal división?
Simplicio – En general disfruto mucho con tu método; y en respuesta a tu pregunta responderé que sería más que suficiente si no demuestra resultar más difícil dividir un segmento en puntos que hacerlo en mil partes.
Salviati – Ahora diré algo que tal vez te asombre; se refiere a la posibilidad de dividir un segmento en sus componentes infinitamente pequeños siguiendo el mismo orden que se emplea al dividir el mismo segmento en cuarenta, sesenta o cien partes, es decir, dividirlo en dos, cuatro, etc. Quienquiera que piense que siguiendo este método puede alcanzar un número infinito de pnutos está gravemente equivocado; porque, si se siguiera este método hasta la eternidad, aún quedarían partes finitas que no han sido divididas.
De hecho, quien siguiera un método así estaría muy lejos de alcanzar el objetivo de la invidisibilidad; al contrario, se separaría de ella y aunque piensa que continuando esta división y multiplicando el número de partes se aproxima al infinito está, en mi opinión, alejándose más y más de él. Mi razonamiento es el siguiente. En la discusión anterior llegamos a la conclusión de que, en un número infinito, es necesario que los cuadrados y los cubos sean tan numerosos como la totalidad de los números naturales, ya que ambos son tan numerosos como sus raíces, que constituyen la totalidad de los números naturales.
A continuación vimos que cuanto más grandes son los números, menos densamente distribuidos estaban los cuadrados y aún menos los cubos; por lo tanto está claro que cuanto más grandes son los números a los que nos movemos, más nos alejamos del infinito. Así se deduce que, ya que este proceso nos lleva más y más lejos del fin deseado, si al darnos la vuelta encontramos que algún número puede ser considerado como infinito, debe ser la unidad. En ella se satisfacen, de hecho, todos los requisitos de un número infinito: me refiero a que la unidad contiene en sí misma tantos cuadrados como cubos y como números naturales.
Simplicio – No entiendo bien el significado de esto.
Francamente, yo tampoco, y me da un poco de miedo que Galileo esté cayendo en la filosofía barata de la unidad. Si lo interpretamos de un modo matemático algo más serio –y quiero pensar que así es como intenta mirarlo él–, podemos pensar una vez más en límites.
Si considerásemos que el conjunto de todos los números naturales tuviera un solo elemento, el 1, entonces no habría paradoja de Galileo alguna: hay un cuadrado perfecto, el 1, cuya raíz es el 1, y la correspondencia es de uno a uno.
Salviati – No hay duda en el asunto, porque la unidad es a la vez un cuadrado, un cubo, un cuadrado de un cuadrado y todas las otras potencias; y no hay ninguna peculiaridad esencial en los cuadrados o cubos que no exista en la unidad. Por ejemplo, es la propiedad de dos números cuadrados que tienen entre ellos un medio proporcional; toma cualquier cuadrado que desees como primer término, y la unidad como el segundo, y siempre encontrarás un número que es el medio proporcional. Piensa en los cuadrados 9 y 4; 3 es el medio proporcional entre 9 y 1, y 2 es el medio proporcional entre 4 y 1. Entre 9 y 4 tenemos 6 como medio proporcional.
Esto merece una breve explicación, sobre todo si no sabes lo que es un medio proporcional. Observa la siguiente proporción directa:
Como ves, no es una proporción cualquiera, porque he hecho que tanto el denominador de la primera fracción como el numerador de la segunda –ambos llamados medios, mientras que el 9 y el cuatro se llaman extremos– sean iguales. Una proporción en la que los dos medios son iguales se denomina continua.
Bien, los medios idénticos de una proporción continua se llaman medios proporcionales. Por ejemplo, en la que acabo de poner, el medio proporcional es 6 como dice Galileo:
Y es cierto que entre dos cuadrados perfectos siempre hay un medio proporcional que es un número entero. Esto es inevitable, claro, porque siempre podremos hacer la raíz cuadrada del producto de sus cuadrados. Por ejemplo, entre 9 y 16 está el 12, porque 9 es el cuadrado de 3 y 16 el de cuatro:
Una propiedad de los cubos es que deben tener entre ellos dos medios proporcionales. Tomemos el 8 y el 27; entre ellos están el 12 y el 18; mientras que entre el 1 y el 8 están el 2 y el 4, y entre el 1 y el 27 están el 3 y el 9. Por lo tanto podemos concluir que la unidad es el único número infinito. Éstas son algunas de las maravillas que nuestra imaginación no puede asimilar, y que deberían avisarnos sobre el grave error que cometen quienes intentan hablar sobre el infinito asignándole las mismas propiedades que empleamos para lo finito, ya que las naturalezas de ambos no tienen nada en común.
Una vez más, no sé si Galileo está intentando ser riguroso o no. Es cierto que entre el 1 y cualquier cubo hay al menos dos medios propocionales, pero por qué eso significa que el 1 es el “número infinito”, no lo sé. He disfrutado igual la discusión sobre cuadrados y cubos perfectos y medios proporcionales entre ellos, pero la conclusión me parece floja –si la entiendo, claro–. Afortunadamente ahora el italiano deja la teoría de números y se va a la geometría.
Respecto a este asunto tengo que contaros una propiedad notable que se me acaba de ocurrir, y que explicará la enorme alteración y cambio de carácter que sufre una cantidad finita al convertirse en infinita. Dibujemos un segmento rectilíneo de longitud arbitraria AB, y hagamos que el punto C lo divida en dos partes desiguales. Entonces podemos afirmar que si dibujamos pares de segmentos, uno desde cada extremo A o B, de modo que la proporción entre sus longitudes sea la misma que entre AC y CB, sus puntos de intersección estarán todos sobre una circunferencia única.
Así, por ejemplo, trazando AL y BL desde A y B respectivamente, de modo que se encuentren en L y de modo que entre ellos haya la misma proporción que entre AC y BC, y trazando el par AK y BK que se cortan en K y que tienen la misma proporción y haciendo lo mismo con los pares AI, BI, AH, BH, AG, BG, AF, BF, AE, BE, todos tienen sus puntos de corte L, K, I, H, G, F, E sobre la misma circunferencia. Del mismo modo, si imaginamos que el punto C se mueve continuamente de manera que las líneas trazadas desde él a los extremos A y B siempre mantengan la misma proporción entre sus longitudes como existe entre los segmentos originales AC y CB el punto C trazará, como demostraré en un momento, una circunferencia.
Lo que Galileo intenta aquí, como veremos en un momento, es tratar de explicar que no es posible moverse “suavemente” de finito a infinito: que el paso del uno al otro no cambia sólo las cosas cuantitativamente, sino cualitativamente.
Para ello emplea un método bastante sencillo para dibujar una circunferencia, la proporcionalidad entre segmentos a dos extremos de uno dado, y creo que lo ha explicado con la suficiente claridad como para que no haga falta que yo lo repita. Eso sí, es crucial entender una cosa: el radio de la circunferencia que se obtiene empleando los extremos A y B depende completamente de dónde se elija el punto C. Si está muy cerca de A o de B, por ejemplo, se obtendrá una circunferencia muy pequeña, que se hace más grande si C se acerca al punto medio del segmento AB.
Y ahí está la clave de todo el argumento, claro.
Esa circunferencia aumentará de tamaño sin límite según el punto C se aproxima al punto medio, que llamaremos O; pero disminuirá de tamaño según C se aproxima al extremo B. Por lo tanto, si se realiza este movimiento que acabo de mencionar, los infinitos puntos situados en la línea OB describirán circunferencias de todos los tamaños posibles, algunas más pequeñas que la pupila del ojo de una mosca, otras mayores que el ecuador celeste.
Ahora bien, si movemos cualquiera de los puntos situados entre O y B todos describirán circunferencias, y los más cercanos a O trazarán circunferencias enormes. Pero si movemos el propio punto O de acuerdo con la ley antes mencionada, es decir, que los segmentos trazados desde O a los extremos A y B mantengan la misma proporción que los segmentos originales AO y OB, ¿qué tipo de línea se producirá?
Una circunferencia mayor que la más grande de todas las anteriores, es decir, una circunferencia de tamaño infinito. Pero desde el punto O también puede trazarse una línea recta perpendicular a BA y que llegue hasta el infinito sin curvarse jamás, como hacían las otras, para que sus extremos puedan tocarse, ya que el punto C, con su movimiento limitado, tras haber descrito la semicircunferencia superior CHE hace lo propio con la semicircunferencia inferior EMC, volviendo así al punto de partida.
Pero el punto O, tras empezar a trazar su circunferencia como hicieron todos los demás puntos del segmento AB (porque los puntos del otro segmento OA también trazan sus propias circunferencias, tanto más grandes cuanto más cerca de O) no puede volver a su posición inicial, ya que la circunferencia que describe, al ser la mayor de todas, es infinita; de hecho, traza una línea recta infinita como circunferencia de un círculo infinito.
De hecho, es probable que en clase de Matemáticas, o de Dibujo Técnico, te hayan dicho precisamente esto: que una circunferencia de radio infinito es una recta. Y seguro que te causó cierto desasosiego, como le sucede al divino italiano.
Pero para él el cambio radical y cualitativo no es que algo de tamaño finito se convierta en infinito, ni siquiera que algo curvo se convierta en recto: tanto una cosa como la otra son mensurables cuantitativamente, y el paso es gradual de una longitud finita a una infinita, o de una curvatura finita a una infinitesimal.
El cambio para Galileo es otro: es que una línea cerrada se convierta en una línea abierta, ya que considera que eso no es gradual.
Pensad ahora en la diferencia que existe entre un círculo finito y otro infinito, ya que el segundo cambia de carácter de manera que no sólo pierde su existencia, sino la misma posibilidad de existir; de hecho, podemos comprender ya claramente que no puede existir una circunferencia infinita. De modo similar, no puede haber una esfera infinita, ni un cuerpo sólido infinito, ni ninguna superficie infinita independientemente de su forma. Ahora bien, ¿qué podemos decir respecto a esta metamorfosis en la transición de finito a infinito? ¿Y por qué deberíamos sentir mayor repugnancia al ver que en nuestra búsqueda del infinito entre los números lo hemos encontrado en la unidad? Tras haber reducido un sólido en muchas partes constituyentes, tras haberlo reducido al polvo más fino y dividido en sus átómos indivisibles e infinitos en número, ¿por qué no podemos decir que este sólido ha sido reducido a un solo continuo, tal vez a un fluido como el agua o el mercurio o incluso un metal fundido? ¿No vemos que las piedras pueden fundirse hasta formar vidrio, y el propio vidrio si se calienta lo suficiente puede volverse más fluido aún que el agua?
Sagredo – ¿Debemos entonces creer que las sustancias se vuelven fluidas por ser reducidas a sus componentes infinitamente pequeños e indivisibles?
Salviati – No puedo encontrar una mejor manera de explicar ciertos fenómenos a los que pertenece el que voy a describir. Cuando tomo una sustancia dura como una piedra o un metal y la reduzco, mediante un martillo o una lima fina, al polvo más diminuto e impalpable, está claro que sus partículas más pequeñas, aunque al tomarlas una a una son, por cuenta de su minúsculo tamaño, imperceptibles a nuestra vista y tacto, aún tienen un tamaño finito, poseen una forma propia y pueden ser contadas.
También es cierto que cuando se apilan permanecen apiladas; y si se hace una cavidad en el montón, dentro de ciertos límites la cavidad permanece y las partículas circundantes no se apresuran a rellenarla. Si se agita el montón, las partículas vuelven al reposo inmediatamente después de eliminar el agente perturbador. Los mismos efectos se observan en todos los montones de partículas más y más grandes de cualquier forma, incluso esférica, como sucede con montones de mijo, trigo, perdigones y cualquier otro material.
Pero si intentamos detectar estas propiedades en el agua, no las encontramos, porque una vez apilada, inmediatamente se desparrama salvo que la retengamos utilizando algún tipo de recipiente; cuando hacemos una cavidad en ella, inmediatamente la rellena, y cuando la perturbamos fluctúa durante un largo tiempo, y envía olas a través de grandes distancias. Viendo que el agua tiene menos consistencia que el polvo más fino –de hecho carece completamente de consistencia– podemos llegar a la conclusión, en mi opinión muy razonable, de que las partículas mínimas a las que puede reducirse son muy diferentes de las partículas finitas y divisibles; de hecho, la única diferencia que puedo descubrir es que las primeras son indivisibles.
También la exquisita transparencia del agua apoya esta idea; porque el cristal más transparente, al ser roto y triturado y reducido a polvo, pierde su transparencia, y cuanto más fino el triturado, mayor la pérdida. Pero en el caso del agua, cuanto mayor es la división, mayor es la transparencia. El oro y la plata, al ser pulverizados usando ácidos hasta una finura mayor que la que es posible con la lima más fina, permanecen siendo polvos, y no se convierten en fluidos hasta que las partículas más pequeñas, indivisibles, del fuego o de los rayos solares los disuelven, según creo, en sus constituyentes últimos, indivisibles e infinitamente pequeños.
Una vez más, Galileo se equivoca pero merece una encendida defensa. Es cierto que los constituyentes del agua no son infinitamente pequeños, ni tampoco indivisibles. Con los datos de que disponía el italiano, sin embargo, hubiera sido imposible distinguir la existencia de moléculas de la de auténticos átomos indivisibles en el sentido griego clásico.
Pero Galileo sí se percata, utilizando los datos de que dispone y su afilada razón, de la diferencia fundamental que existe entre un compuesto finamente pulverizado y un fluido: una diferencia, en su opinión, cualitativa, que no podría cambiarse por mucho que se limara un compuesto que no fuera fluido, como la diferencia entre una recta y una circunferencia.
Pero de esto, y muchas otras cosas más, seguiremos hablando en la siguiente entrega de esta traducción comentada. ¡Hasta entonces!
]]>Seguimos hoy nuestro viaje por la tabla periódica en Conoce tus elementos. En la última entrega de la serie hablamos sobre el elemento químico de 37 protones, el rubidio. Hoy lo haremos, por tanto, del elemento de 38 protones, otro metal muy reactivo: el estroncio.
Se trata de uno de esos elementos que cumplen una propiedad para ser descubiertos pronto, pero no la otra: es muy abundante en la corteza terrestre, pero no se encuentra puro jamás. Por lo tanto, es uno de esos “elementos escondidos”, con los que hemos convivido durante toda nuestra existencia en el planeta sin saber que estaban ahí. De hecho, como veremos luego, lo de convivir no es una manera de hablar: el estroncio es una parte de tu propio cuerpo.
Al tener 38 protones, el estroncio se encuentra en la tabla periódica justo por debajo del calcio y por encima del bario. Es, por lo tanto, un metal alcalinotérreo cuya tendencia natural es librarse de dos electrones para alcanzar la estabilidad electrónica. Dicho de otro modo, su estado de oxidación más común es +2.
En cuanto el estroncio entra en contacto con el oxígeno del aire, se oxida para formar óxido de estroncio (SrO), de modo que es imposible tenerlo puro al aire libre. Ya hemos hablado antes de muchos otros metales que hacen lo mismo. Otro alcalinotérreo, el magnesio, se usó durante años de este modo para hacer de flash en las cámaras de fotos antiguas, ya que la oxidación es tan rápida que es una combustión.
Bien, el estroncio es mucho más reactivo con el oxígeno que el magnesio: en el caso del segundo, hacía falta una chispa para iniciar la oxidación. El estroncio pulverizado arde espontáneamente en el aire. Esto te da una idea de lo difícil que es encontrarlo puro. De hecho, reacciona con casi cualquier otro elemento que esté dispuesto a aceptar electrones, de manera que en la Tierra sólo se encuentra asociado en forma de moléculas, sobre todo en rocas.
Pero, como decía al principio, hay bastante estroncio en la corteza: ocupa el lugar número 16 en abundancia entre el carbono y el azufre, con una concentración de unas 360 partes por millón. De modo que, según nuestra capacidad de discernir elementos fue avanzando, era inevitable que lo encontráramos. Seguro que adivinas cuándo sucedió: en la fiebre del siglo XVIII, aunque no lo aislamos hasta principios del XIX. Y la historia hace que éste sea el tercer elemento que hemos visto, junto con el cobalto y el níquel, que incluye el nombre de una criatura feérica.
En 1722 se descubrió galena cerca de un pueblo del oeste de Escocia llamado Strontian. La galena es un mineral compuesto fundamentalmente por sulfuro de plomo (II) (PbS), y es de gran importancia por ser la principal fuente de plomo de la que disponemos. De modo que se abrieron minas en Strontian para extraer galena.
Sròn an t-Sìthein, Strontian [Peter Van den Bossche / CC Attribution-Sharealike 2.0 License].
El nombre del pueblo en gaélico escocés, por cierto, de donde derivó Strontian en inglés, es Sròn an t-Sìthein, que significa algo así como La nariz de la colina de las hadas, del gaélico sídhe (hada). De ahí vendría luego el nombre del estroncio, que por tanto tiene parte de nariz y parte de hada. Pero no me quiero ir más por las ramas.
Como sucedió con tantas otras minas, la de Strontian proporcionó a los químicos del XVIII rocas que examinar en busca de nuevos elementos. Además de galena, las minas de Strontian extraían otros minerales, entre ellos un carbonato parecido a otros conocidos, como el carbonato de calcio (CaCO3). Cuando el químico y médico Adair Crawford examinó ese carbonato junto con su colega William Cruickshank en 1790, descubrió que tenía propiedades sutilmente diferentes de otros carbonatos de las tierras alcalinas ya conocidas, como el calcio y el bario.
Hoy en día sabemos que esa roca, que llamamos estroncianita, es realmente carbonato de estroncio (SrCO3), similar al de bario o calcio pero, efectivamente, de propiedades ligeramente distintas por tratarse del carbonato del elemento que está justo entre los otros dos.
Estroncianita procedente de Strontian [Rob Lavinsky / CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
Crawford y Cruickshank concluyeron que muy probablemente existía en ese mineral un elemento nuevo, pero fueron incapaces de aislarlo de la roca. Otros químicos de los años posteriores confirmaron la existencia de un nuevo elemento en la estroncianita, pero tampoco lograron aislarlo – no bromeaba cuando decía que el estroncio tiene una verdadera obsesión con librarse de esos electrones y aferrarse con uñas y dientes al elemento que los acepta.
Sir Humphry Davy (1778-1829) [dominio público].
Hacía falta un genio experimental con años de experiencia aislando elementos a sus espaldas para obtener el misterioso componente de la roca de Strontian: Sir Humphry Davy lo consiguió en 1808. Primero Davy obtuvo un compuesto diferente del elemento usando métodos puramente químicos, cloruro de estroncio (SrCl2). Luego lo mezcló con óxido de mercurio (II) (HgO), y sometió la mezcla al proceso de la electrólisis: en uno de los electrodos se depositó lo que era evidentemente un metal.
Davy denominó al elemento strontium (estroncio) en honor al lugar en el que se había observado por primera vez. El inglés no obtuvo al principio grandes cantidades del metal, y como he dicho antes es imposible que dure mucho tiempo puro al aire, pero ésta es su apariencia inusual y muy bella:
Estroncio puro [Alchemist-hp / Free Art License].
Esa muestra, por cierto, está en un recipiente hermético lleno de argón, un gas inerte, de modo que no se oxide. Además de reaccionar rápidamente con el oxígeno, también lo hace con el agua para producir hidróxido de estroncio e hidrógeno molecular:
Sr + 2H2O → Sr(OH)2 + H2
Aquí puedes ver una reacción de ese tipo (aunque el estroncio de la muestra tiene la superficie oxidada, por eso ya no tiene el color dorado original):
A diferencia de otros metales similares, muy reactivos y por lo tanto inútiles como elementos estructurales, el estroncio encontró rápidamente un uso práctico sorprendente: la producción de azúcar de remolacha.
Cosecha de remolacha azucarera [4028mdk09 / CC Attribution-Sharealike 3.0 License ].
Para extraer el azúcar de la melaza obtenida de la remolacha, dos franceses, Hippolyte Leplay y Augustin-Pierre Dubrunfaut, desarrollaron un proceso que involucraba el carbonato de estroncio para extraer una cantidad de azúcar mayor que nunca del tubérculo. Un alemán, Carl Scheibler, perfeccionó el método hasta convertirlo en algo fundamental en la industria azucarera de finales del XIX y principios del XX.
Lo bueno del proceso es que el carbonato de estroncio, como un catalizador, se recuperaba al final del proceso, de modo que el consumo de este elemento no era exagerado. Sin embargo, siempre hay pérdidas en cualquier proceso industrial, de modo que la demanda de estroncio para producir azúcar fue enorme durante décadas: la casi totalidad de su producción mundial en el cambio de siglo se empleaba con ese propósito.
Posteriormente se encontraron otras formas de extraer los azúcares más eficaces, y hoy en día una gran cantidad del azúcar se obtiene de la caña de azúcar y no la remolacha. Sin embargo, según el papel del estroncio en la producción de azúcar fue perdiendo importancia, la ganó en otro campo diferente pero también sorprendente: la televisión.
Hasta hace relativamente poco, los televisores y los monitores de ordenador empleaban tubos de rayos catódicos para producir la imagen. Seguro que los conoces (aunque a veces no me doy cuenta de lo viejo que soy): los televisores de gran profundidad, que acumulan estática en la pantalla.
Tubo de Goldstein, uno de los primeros tubos de rayos catódicos.
Ya hemos hablado aquí muchas veces de los rayos catódicos, por ejemplo al hacerlo de Johannes Stark, y en el caso de esos televisores el tubo dispara electrones contra la pantalla, y emplea campos magnéticos para dirigir los electrones a la zona de la pantalla que se desea. Allí los electrones impactan contra ella desde dentro y producen la imagen. No voy a entrar aquí en mucho detalle, porque no es el propósito de este artículo.
Lo importante es que cualquier carga eléctrica que sufre una aceleración o deceleración emite radiación electromagnética, tanta más cuanto mayor sea esa aceleración y mayor la carga. Así, las máquinas de rayos X de los hospitales disparan electrones contra un metal y, al frenarse bruscamente, los electrones emiten radiación muy energética: rayos X.
Bien, en el caso de los televisores CRT (es decir, de tubo de rayos catódicos, por las siglas en inglés), los electrones también son frenados bruscamente y emiten radiación muy energética: entre otras cosas, rayos X. Pero claro, en este caso se trata de un efecto no deseado y es absolutamente fundamental proteger el exterior del aparato de esa radiación ionizante. Por eso el tubo está recubierto de compuestos con plomo, que absorbe muy bien los rayos X.
Tubo de rayos catódicos de una pantalla [Blue tooth7 / CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
Pero el cristal de la pantalla no puede estar recubierto con plomo, porque debe ser transparente. Muy pronto los ingenieros se dieron cuenta de que el bario y, sobre todo, el estroncio, formando parte del vidrio, actuaban como escudo que absorbía muy bien la radiación X pero dejaba pasar la luz. Algo ideal: en el visible, el vidrio es transparente, pero los rayos X no pueden salir.
Este renacimiento del estroncio como componente de las televisiones, tras haber sido protagonista con la remolacha, duró también unas cuantas décadas, pero está decayendo. La razón es que apenas se usan ya tubos catódicos en monitores y televisiones, aunque sigue suponiendo las tres cuartas partes del consumo mundial de estroncio. Claro, esto se debe en parte a que no tenemos apenas otros usos que lo consuman en gran cantidad.
Un 5% se emplea en fuegos artificiales: el carbonato de estroncio, así como otras sales, arden con una llama de un rojo muy intenso. Por eso se añade a los fuegos artificiales para darles ese color, aunque por supuesto no se trate de una cantidad muy grande incluso a nivel mundial.
Fuegos artificiales con rojo de estroncio [Vojta Jahoda / CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
El mayor productor actual, por cierto, no es Strontian, ni siquiera Escocia: es China, seguida de España y México. Tampoco se extrae fundamentalmente de la estroncianita en la que lo encontramos por primera vez, sino de la celestita, que es sulfato de estroncio (SrSO4). A partir de ella se produce carbonato de estroncio, que a veces se usa directamente –como en los fuegos artificiales– y otras para obtener estroncio metálico.
Celestita (SrSO4), la principal fuente de estroncio [dominio público].
Aunque no se trate del uso de estroncio procedente de minas, este elemento tiene otra utilidad que tiene que ver con dos propiedades: una, su papel biológico, y la otra, la existencia de varios isótopos naturales. De modo que vamos con cada una de las dos.
El estroncio no tiene un papel importante en casi ningún ser vivo: es tan similar al calcio químicamente hablando, y ese elemento es tan abundantísimo, que su presencia o ausencia importa poco. El único ser vivo que lo emplea específicamente es una clase de radiolarios, Acantharea, que utiliza el sulfato de estroncio (SrSO4), el mismo que forma la celestita, para construir su esqueleto.
Esqueletos de Acantharea [dominio público].
Lo que sí sucede, por la misma razón de su similitud con el calcio más abundante, es que los seres vivos lo absorbemos y empleamos casi indistintamente. Dado que hay mucho más calcio que estroncio, por supuesto, nuestro cuerpo contiene mucho más del primero que del segundo, pero algunos átomos de tus huesos son de estroncio en vez de calcio. La fracción varía, pero oscila entre 1:1000 y 1:2000.
Esto se hace más interesante por la presencia de isótopos diferentes. El estroncio terrestre existe en cuatro isótopos diferentes, estroncio-84, estroncio-86, estroncio-87 y estroncio-88. Todos ellos tienen 38 protones –o no serían estroncio–, pero el primero tiene 46 neutrones, el segundo 48, el tercero 49 y el cuarto 50.
De los cuatro, uno es especial: el estroncio-87 es el único que es producto de la desintegración de un isótopo inestable, el rubidio-87, que tiene una semivida de unos cuantos miles de millones de años. Por lo tanto, una pequeña parte del estroncio terrestre no ha estado aquí siempre, sino que se ha ido produciendo poco a poco a raíz de la desintegración del rubidio.
Por lo tanto, conociendo la fracción del estroncio de una roca que es estroncio-87 puede saberse si esa roca tuvo en el pasado más o menos rubidio, y dado que esto depende del origen geológico y geográfico de la roca, el porcentaje de estroncio-87 es una especie de “huella dactilar” para ella.
Pero claro, los seres vivos –incluyendo a los seres humanos– incorporan estroncio en sus huesos en lugar del calcio, aunque sea en pequeña cantidad. Y las proporciones de cada uno de los isótopos de estroncio que hay en nuestros huesos dependen en cierta medida de la región geográfica en la que se formó ese hueso. Digo “en cierta medida” porque hoy en día los alimentos viajan tanto que el estroncio que consumimos oculto en el calcio puede venir de otros lugares, pero sigue siendo útil para analizar migraciones de hace muchos años.
Por otro lado, esta absorción de estroncio por nuestro organismo, “confundiéndolo” con calcio, tiene un problema. El estroncio-90 es un isótopo inestable de este elemento, que tiene una semivida de unos 30 años. Por lo tanto, no queda nada en la Tierra de lo que pudiera haber habido antes… excepto el que producimos nosotros.
¿Cómo lo producimos? Es uno de los productos de la fisión de elementos pesados. Esto significa que, si explota una bomba nuclear de fisión –y hemos hecho explotar varias a lo largo del siglo XX– o se expone el núcleo de una central de fisión al aire –y esto nos ha sucedido también en Chernobyl–, se libera estroncio-90.
Pero claro, ese estroncio-90 es estroncio al fin y al cabo, y tiene una semivida de décadas. Por lo tanto, entra en el ciclo del calcio, termina siendo absorbido por plantas, luego animales, y también por nosotros. Y, a diferencia de otros isótopos inestables que puedan entrar en nuestro cuerpo, el estroncio-90 se queda, ¡porque acaba formando parte de nuestros huesos!
El resultado es un isótopo inestable, que terminará desintegrándose en el hueso y liberando partículas muy energéticas y radiación ionizante. De hecho el estroncio-90 es uno de los emisores de radiación beta (electrones muy energéticos) de larga vida mejores que conocemos. Pero claro, tener un “excelente emisor de radiación beta” en los huesos no es muy recomendable. Por eso en este caso la combinación de su papel de pseudo-calcio con la inestabilidad nuclear es un problema.
Fuera de eso, dado que es tan similar al otro metal, el estroncio no supone ningún problema para nosotros. De hecho, algunos estudios sugieren que esa pequeña cantidad en nuestro organismo puede ser incluso beneficiosa y los osteoblastos (las células que producen el tejido óseo) son más eficaces cuando disponen de él.
Tras un elemento razonablemente raro, en el siguiente artículo conoceremos uno que lo es aún más: el elemento de 39 protones, el itrio. ¡Hasta entonces!
]]>Habíamos dejado a Salviati, Sagredo y Simplicio discutiendo sobre el infinito: infinitos volúmenes infinitamente pequeños constituyendo los espacios interiores de la materia, con vacíos diminutos e innumerables manteniéndola unida –una noción falsa, pero fascinante–.
El obstáculo en la discusión es el propio concepto de infinito, que antes del italiano no había recibido demasiada atención en Occidente. Pero Galileo se dedica a examinarlo con el detalle del que es capaz en el siglo XVII. Ojo, porque hoy hace falta cierto grado de visión espacial y algo de geometría, pero no te preocupes porque iremos de la mano con figuras auxiliares que los lectores originales no tenían.
Como siempre, dejo la última intervención del fragmento anterior para luego seguir:
Salviati – Estos obstáculos son reales, y no son los únicos. Pero recordemos que estamos tratando con infinitos e indivisibles, los cuales trascienden nuestra comprensión finita, los primeros por su enormidad y los segundos por su pequeñez. A pesar de esto los hombres no pueden evitar discutir sobre ellos, incluso si deben hacerlo con rodeos.
Por lo tanto, también me gustaría tomarme la libertad de presentaros algunas de mis ideas, las cuales, aunque no sean necesariamente convincentes, deberían ser interesantes por su novedad. Pero una digresión de este tipo tal vez nos lleve demasiado lejos del asunto que estamos discutiendo, y puede pareceros por lo tanto inoportuna y desagradable.
Sagredo – Por favor, deja que disfrutemos de las ventajas y privilegios de la conversación entre amigos, especialmente de asuntos libremente elegidos y no forzados sobre nosotros, algo completamente distinto de leer libros muertos que hacen surgir muchas dudas y no resuelven ninguna. Comparte con nosotros, por lo tanto, las ideas que te ha sugerido nuestra discusión. Ya que no tenemos asuntos urgentes que atender, tendremos tiempo de sobra para volver a los asuntos antes mencionados; en particular, no sería buena idea obviar las objeciones de Simplicio.
Lo mejor de este párrafo, aunque puede pasar desapercibido, es lo de leer libros muertos. Galileo se refiere a algo que lo irrita muchísimo: a la tendencia de los eruditos de su época (y del milenio anterior, claro) a no desarrollar casi nada nuevo referente a la ciencia, sino básicamente analizar una y otra vez los detalles de la obra de Aristóteles. El italiano está convencido de que la verdad se encuentra mirando al mundo, y no sólo a los libros escritos milenios antes, y como siempre, nos lo deja caer en voz de uno de sus personajes.
Salviati – Así será, ya que así lo deseáis. La primera pregunta era, ¿cómo puede ser un solo punto igual a una línea? Ya que no puedo hacer más ahora mismo intentaré eliminar, o al menos disminuir, una improbabilidad introduciendo una similar o tal vez más grande, del mismo modo que a veces una maravilla es eclipsada por un milagro.
Haré esto mostrándoos dos superficies idénticas, junto con dos sólidos iguales que tienen como base estas superficies, y haciendo que los cuatro disminuyan de tamaño de manera continua y uniforme de modo que siempre mantengan la igualdad entre ellos; finalmente tanto las superficies como los sólidos dejarán de ser iguales degenerando, un sólido y una superficie en un segmento muy largo, y el otro sólido y la otra superficie en un único punto; dicho de otro modo, los segundos se convertirán en un punto y los primeros en un número infinito de puntos.
En un momento veremos el detalle del razonamiento de Galileo, pero observa la técnica básica que tiene para aproximarse al concepto de infinito: no compara infinitos de golpe, sino que lo hace a partir de límites. Parte de valores finitos y razonables, y no da ningún salto sino que se aproxima gradualmente al infinito; aunque hoy en día tengamos unas matemáticas mucho más sofisticadas que él, el paso conceptual que da el italiano es tremendo.
Sagredo – Esta propuesta parece, efectivamente, maravillosa; pero escuchemos su explicación y demostración.
¡Ojo! Aunque la descripción de Galileo es clara, es farragosa: hace falta ir mirando la figura para ver los puntos y segmentos de los que habla. Pero, cuando lo hagas, verás que tampoco era para tanto y es relativamente fácil visualizar lo que dice.
Salviati – Ya que la demostración es puramente geométrica necesitaremos una figura. Sea AFB una semicircunferencia con centro en C; describamos a su alrededor el rectángulo ADEB y, desde el centro, tracemos los segmentos CD y CE hasta los puntos D y E. Sea CF el radio perpendicular tanto a AB como a DE, y supongamos que la figura completa rota alrededor de este radio como eje. Resulta evidente que el rectángulo ADEB describirá entonces un cilindro, la semicircunferencia AFB una semiesfera, y el triángulo CDE un cono.
Figura 6.
Figura 6 con las tres formas en colores diferentes.
Otro aviso: aunque Galileo es magistral, es desordenado. A continuación va a decirnos todo lo que pretende demostrar con esa figura, como si fuera una lista de objetivos a conseguir, pero lo que vas a leer no es la demostración todavía. Por lo tanto, que no te impresione la lista de demostraciones a realizar y, si no entiendes algún detalle, no te preocupes lo más mínimo porque luego volveremos a ello poco a poco, cuando realmente lo demuestre.
A continuación eliminemos la semiesfera pero dejemos el cono y el resto del cilindro, los cuales, por su forma, llamaremos un “cuenco”. En primer lugar vamos a demostrar que el cuenco y el cono son iguales; a continuación demostraremos que un plano paralelo a la circunferencia que forma la base del cuenco y que tiene como diámetro el segmento DE y como centro F –un plano cuya traza es GN– corta al cuenco en los puntos G, I, O y N, y al cono en los puntos H y L, de modo que la parte del cono señalada como CHL siempre es igual a la parte del cuenco cuyo perfil se representa mediante los triángulos GAI y BON.
La traza de un plano es la línea de intersección con otro de proyección, en este caso vertical. La traza de la que habla Galileo es el corte del plano horizontal que pasa por G, P y N con el plano vertical definido por ABDE. Esa traza es el segmento GN.
Además, demostraremos que la base del cono, es decir, el círculo de diámetro HL, es igual que la superficie circular que forma la base de esta parte del cuenco o, podríamos decir, igual que un lazo cuya anchura es GI. (Observad, por cierto, la naturaleza de las definiciones matemáticas que consisten simplemente en imponer nombres o, si lo preferís, abreviar el discurso de un modo establecido e introducido para evitar el aburrimiento que sufriríamos vosotros yo si no hubiéramos acordado denominar a esta superficie “banda circular” y a la parte afilada del borde del cuenco “filo redondo”).
Ahora bien, llamémoslas como deseéis, es suficiente con comprender que un plano trazado a cualquier altura, siempre que sea paralelo a la base, es decir, al círculo de diámetro DE, siempre cortará a los dos sólidos de modo que la porción del cono CHL será igual que la porción superior del cuenco; del mismo modo, las dos áreas que son las bases de estos sólidos –es decir, la banda y el círculo HL– son también iguales. Aquí tenemos el milagro mencionado antes: según el plano se acerca hacia el borde superior, las porciones de los dos sólidos siempre son iguales, y también lo son las áreas de sus bases.
Insisto: aunque Galileo diga que es suficiente con comprender esto, no lo ha demostrado aún. Lo hará cuando, afortunadamente, uno de sus contertulios lo empuje a hacerlo. No es obvio –al menos, no para mí–, sin más explicación, que lo que el italiano dice que es igual lo sea. Paciencia.
Y cuando el plano secante alcanza el borde superior, los dos sólidos –siempre iguales–, lo mismo que sus bases –áreas también idénticas– finalmente se desvanecen, de modo que un par degenera hasta convertirse en una circunferencia y el otro par en un punto único, el filo redondo del cuenco en un caso y el vértice del cono en el otro. Ahora bien, dado que según estos sólidos disminuyen de tamaño siempre se mantiene la igualdad entre ellos hasta el final, estamos justificados en afirmar que, en el extremo final de esta disminución, siguen siendo iguales, y que uno de ellos no es infinitamente más grande que el otro. Parece, por lo tanto, que podemos igualar la circunferencia de un gran círculo con un único punto.
Pero esto que es cierto de los sólidos también lo es de las superficies que forman sus bases; porque ellas también mantienen su igualdad a lo largo de la disminución de tamaño, y al final se desvanecen, la primera en forma de circunferencia y la otra en forma de un único punto. ¿No podemos llamarlas iguales, viendo que son los últimos restos de entes de igual magnitud?
Fijaos también en que, incluso si estos objetos fueran tan grandes que pudieran contener inmensos hemisferios celestes, tanto sus bordes superiores como los vértices de los conos contenidos en ellos siempre se mantendrían con igual tamaño y se desvanecerían, los primeros en circunferencias con el tamaño de las más grandes órbitas celestiales, los segundos en simples puntos. Por lo tanto, de acuerdo con todo esto, podemos afirmar que todas las circunferencias, por diferentes que sean, son iguales unas a otras, y son todas iguales a un único punto.
Insisto: aunque Galileo aún no ha demostrado nada, nos deja bien claro su objetivo como aproximación al infinito. Si es capaz de demostrar que dos figuras tienen la misma extensión, y luego las disminuye proporcionalmente de manera que mantengan en todo momento la misma extensión, en el límite –cuando ambas se colapsan a figuras diferentes–, dado que han mantenido sus extensiones iguales, las figuras finales deben ser equivalentes.
Pero hace falta que Sagredo lo espolee a demostrarlo de veras:
Sagredo – Esta explicación me parece tan inteligente y novedosa que, aunque fuera capaz, no desearía oponerme a ella; pues desfigurar una estructura tan bella mediante un ataque burdo y pedante no sería sino pecaminoso. Pero, para nuestra completa satisfacción, por favor, muéstranos esta demostración geométrica de que siempre se mantiene la igualdad entre estos sólidos y entre sus bases. Pues estoy seguro de que es muy ingeniosa, viendo la sutileza del argumento filosófico basado en este resultado.
Ahora sí, Galileo demostrará lo que quiere decir con esta equivalencia entre figuras geométricas. Para hacer la explicación más clara, repetiré la figura original con
Salviati – La demostración es corta y sencilla. Refiriéndonos a la figura anterior, ya que IPC es un triángulo rectángulo, el cuadrado del radio IC es igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos IP, PC; pero el radio IC es igual a AC y también a GP, mientras que CP es igual a PH. Por lo tanto, el cuadrado del segmento GP es igual a los cuadrados de IP y PH o, si multiplicamos todo por 4, el cuadrado del diámetro GN es igual a la suma de los cuadrados de IO y HL.
El triángulo rectángulo IPC.
Analicemos esto paso por paso. El triángulo IPC es, efectivamente, rectángulo, luego se cumple en él el teorema de Pitágoras: el cuadrado de su hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de sus lados: $IC^2 = IP^2 + PC^2$.
Pero, dado que IC es el radio de la semicircunferencia, lo mismo que AC, $IC = AC$. Y puesto que ACGP es un rectángulo, AC = GP. De modo que en la expresión anterior podemos poner GP en vez de IC: $GP^2 = IP^2 + PC^2$.
La otra sustitución es la siguiente: el rectángulo grande ABDE está formado por dos cuadrados idénticos, ACDF y CBFE, cada uno de los cuales contiene un cuarto de circunferencia. Por tanto, las dos diagonales DC y CE son diagonales de dos cuadrados, y forman exactamente 45 grados con la horizontal. Esto significa que, en la parte de arriba, CP es igual que PH.
Por esto, podemos escribir PH en vez de CP en la expresión de antes: $GP^2 = IP^2 + PH^2$. Pero Galileo quiere cambiarla un poquito más: multiplica toda la expresión por 4, con lo que queda $4GP^2 = 4IP^2 + 4PH^2$. Pero dado que 4 es el cuadrado de 2, podemos escribirla como $(2GP)^2 = (2IP)^2 + (2PH)^2$.
Finalmente, el italiano busca los valores de 2GP, 2IP y 2PH en la figura. 2GP es el diámetro de la semicircunferencia, es decir, GN. 2IP es lo mismo que IO, ya que $IP = PO$, y 2PH es lo mismo que HL, porque $PH = PL$.
Con todo esto, la expresión final a la que llega Galileo es $GN^2 = IO^2 + HL^2$. ¿Que por qué esto es más interesante que la expresión original? Para eso tienes que esperar un instante más, pero útil o no, espero que haya quedado claro que la expresión a la que hemos llegado es verdadera.
Dado que las áreas de los círculos son proporcionales a los cuadrados de sus diámetros, se deduce que el área del círculo de diámetro GN es igual a la suma de las áreas de los círculos de diámetros IO y HL, de modo que si eliminamos el área común del círculo de diámetro IO, la superficie restante del círculo GN será igual a la del círculo de diámetro HL. Con esto está demostrada la primera parte.
Sabíamos que $GN^2 = IO^2 + HL^2$. Pero, si multiplicamos toda la expresión por $\pi$, tenemos $\pi GN^2 = \pi IO^2 + \pi HL^2$. Ahora bien, el producto de $\pi$ por el diámetro de una circunferencia nos da el área del círculo. Lo que esto significa es que el área del círculo de diámetro GN es igual a la suma del área del círculo de diámetro IO más el área del círculo de diámetro HL.
Recuerda que esos círculos no están en el plano del papel, sino que son el resultado de hacer girar la figura alrededor del eje CF. El círculo de radio HL es la base del cono cuyo vértice está en C, el círculo de diámetro GN es la base del cilindro y el círculo de diámetro IO es el “hueco” que queda dentro del cuenco. No es fácil representar esto en tres dimensiones, pero es posible que esta figura te ayude a ver los tres círculos de los que habla Galileo:
Los tres círculos en brega.
De modo que el área del círculo verde es igual a la suma de las áreas de los otros dos. Pero lo interesante no es eso: es que, si eso es así, el área del círculo rojo es la diferencia entre las áreas del verde y el azul. Y dado que el círculo verde es todo el cilindro, y el círculo azul es el del hueco, el área que queda en los “rebordes” GI y ON es exactamente igual que el área del círculo rojo. En la siguiente figura, las dos áreas rojas son iguales:
Las dos áreas iguales.
Y ahora Galileo, aunque haya dejado de decirlo porque creo que da por sentado que el lector lo razonará solo, hace el paso al límite. Ha hecho este razonamiento con la línea horizontal GN a cierta altura. ¿Qué cambiaría si la subimos un poco?
Todas las expresiones que hemos obtenido seguirían siendo válidas, es decir, las dos áreas rojas seguirían siendo iguales. Ambas serían, sin embargo, más pequeñas al subir la línea horizontal de “base”. ¿Qué sucede en el límite?
Que la base del cono se colapsa a un solo punto: el vértice C. Y que la anchura de la banda exterior se desvanece, hasta que en el límite (al llevar GN a AB) su anchura es nula y se ha colapsado a una circunferencia.
Por lo tanto, el razonamiento de Galileo es el siguiente: ambas figuras mantienen exactamente igual su extensión en todo momento, como hemos demostrado, y finalmente una se convierte en un punto y la otra en una circunferencia. Por tanto, un punto y una circunferencia son equivalentes y uno de ellos no tiene más extensión que el otro.
Sé que esto es cuestionable por muchísimas razones –entre otras, hablar de la extensión de un punto y una línea–, pero lo absolutamente revolucionario del italiano es la aproximación al misterio del infinito haciendo un auténtico límite, no simplemente unos cuantos pasos, y demostrando que incluso cuando algo se hace infinitamente grande o pequeño es posible que haya magnitudes que permanezcan constantes. Desde luego, esta conclusión le supondrá en un momento verdaderos dilemas.
Respecto a la segunda, dejaremos su demostración por ahora, en parte porque quienes deseen seguirla pueden encontrarla en la proposición decimosegunda del segundo libro De centro gravitatis solidorum del Arquímedes de nuestra era, Luca Valerio, que la empleó con un propósito diferente; y por otra parte ya que, para nuestro propósito, es suficiente con ver que las superficies antes mencionadas son siempre iguales y que, según disminuyen de tamaño uniformemente, degeneran una de ellas en un único punto y la otra en una circunferencia más fina que cualquiera que podamos imaginar; aquí estriba nuestro milagro.
Sagredo – La demostración es ingeniosa, y las conclusiones que se derivan de ella, notables. Y ahora cuéntanos algo sobre la otra duda presentada por Simplicio, si es que tienes algo especial que decir, lo cual me parece sin embargo harto improbable, puesto que el asunto ha sido ya discutido en gran profundidad.
La otra duda presentada por Simplicio era la siguiente, planteada en el fragmento anterior:
Simplicio – Además, esta construcción de segmentos a partir de puntos, divisibles a partir de indivisibles, y finitos a partir de infinitos, me produce una duda muy difícil de evitar.
De modo que eso es lo que el italiano pretende atacar a continuación, y lo llevará a una paradoja matemática maravillosa que lleva su nombre:
Salviati – Pues sí tengo algo especial que decir, y en primer lugar repetiré lo que ya dije antes, a saber, que la infinitud y la indivisibilidad son, por su propia naturaleza, incomprensibles para nosotros; imaginad entonces lo que se convierten al combinarlas. Ahora bien, si queremos construir una línea de puntos indivisibles necesitamos un número infinito de ellos y, por lo tanto, deberemos entender tanto lo infinito como lo indivisible al mismo tiempo.
Se han pasado muchas ideas por mi cabeza a este respecto, algunas de las cuales –seguramente las más importantes– tal vez no pueda recordar a bote pronto; pero en el curso de nuestra discusión tal vez consiga despertar en vosotros, y especialmente en Simplicio, objeciones y dudas que a su vez traerán a mi memoria lo que, sin ese estímulo, hubiera permanecido dormido en mi mente. Permitidme por lo tanto la libertad habitual de presentaros algunas de nuestras ocurrencias humanas, porque así deberíamos llamarlas en comparación con la verdad sobrenatural sobre la que se asienta el único recurso seguro y fiable para tomar decisiones en nuestras sicusiones, y que es una guía infalible en los caminos oscuros y dudosos del pensamiento.
Una de las principales objeciones que se han presentado a esta construcción de continuos a partir de indivisibles es que la adición de un indivisible a otro nunca puede producir un divisible, porque si así fuere lo indivisible se convertiría en divisible. Así si dos indivisibles –por ejemplo, dos puntos– pueden unirse para formar una línea divisible, entonces podría formarse una línea más larga uniendo tres, cinco, siete o cualquier número impar de puntos. Pero dado que estas líneas pueden dividirse en dos segmentos iguales, se hace posible dividir lo indivisible que está justo en el centro de la línea. En respuesta a esto y a otras objeciones del mismo tipo responderé que una magnitud divisible nunca puede ser construida a partir de dos o diez o cien o mil indivisibles, sino que requiere un número infinito de ellos.
Dicho de otro modo: con un número finito de puntos –que Galileo llama “indivisibles”– no es posible formar un segmento de ninguna longitud –un “divisible”–, por pequeña que sea. Es necesario un número infinito de indivisibles para formar un divisible.
Pero lo raro aquí, claro está, es lo siguiente: si para hacer un segmento de un centímetro de longitud hacen falta infinitos puntos, y para hacer uno de cien kilómetros de longitud también hacen falta infinitos puntos, ¿en cuál de los dos segmentos hay más puntos? ¿todos los infinitos son iguales? Si así fuese, ambos segmentos tendrían el mismo número de puntos, lo cual es extraño. Pero si no fuera así, ¿cómo se comparan infinitos?
Afortunadamente para nosotros, Simplicio, como casi siempre, hace de nuestra boca:
Simplicio – Aquí aparece una duda que me parece irresoluble. Ya que está claro que podemos tener un segmento más largo que otro, cada uno compuesto por un número infinito de puntos, debemos admitir que dentro de una clase podemos tener algo más grande que infinito, ya que la infinidad de puntos del segmento más largo es mayor que la infinidad de puntos del más corto. Esta asignación a una cantidad infinita de un valor mayor que infinito está completamente fuera de mi comprensión.
Salviati – Éste es uno de los obstáculos que surgen cuando intentamos, con nuestras mentes finitas, discutir sobre el infinito, asignándole las propiedades que otorgamos a lo finito y limitado; pero creo que esto es un error, pues no podemos hablar de que una cantidad infinita es mayor o menor que otra. Para demostrar esto tengo en mente un argumento que, para mayor claridad, expondré como una serie de preguntas a Simplicio, ya que ha sido él quien ha presentado esta objeción.
Doy por sentado que sabes qué números son cuadrados y cuáles no.
En términos más modernos, cuando Galileo habla de números cuadrados quiere decir cuadrados perfectos.
Simplicio – Soy muy consciente de que un cuadrado es un número que resulta de la multiplicación de otro número por sí mismo; así 4, 9, etc., son cuadrados perfectos que provienen de la multiplicación de 2, 3, etc., por sí mismos.
Salviati – Muy bien; y también sabes que lo mismo que estos productos se llaman cuadrados, sus factores se denominan lados o raíces; mientras que los números que no consisten en un producto de dos factores iguales no son cuadrados. Por lo tanto, si afirmo que todos los números, incluyendo tanto cuadrados como no cuadrados, son más que los cuadrados, diré la verdad, ¿no es así?
Simplicio – Indudablemente.
Esto es lógico: algunos números son cuadrados perfectos, y otros no lo son. Por lo tanto, la totalidad de los números es mayor que la de los cuadrados perfectos, que son un subconjunto de ellos.
Salviati – Y si a continuación pregunto cuántos cuadrados hay, responderíamos acertadamente si decimos que hay tantos como su correspondiente número de raíces, puesto que cada cuadrado tiene su propia raíz y cada raíz su propio cuadrado, y no hay ningún cuadrado con más de una raíz ni ninguna raíz con más de un cuadrado.
Simplicio – Exactamente.
Es posible que veas hacia dónde va Galileo: en primer lugar hemos establecido sin lugar a dudas que hay más números que cuadrados perfectos. Pero luego hemos visto que hay una relación de uno a uno entre ellos: no hay ningún número sin su cuadrado, ni ningún cuadrado perfecto sin su raíz.
Salviati – Pero si me pregunto cuántas raíces hay, no podemos negar que hay tantas raíces como números, porque todo número es raíz de algún cuadrado. Al ser esto así, debemos afirmar que hay tantos cuadrados como números, ya que hay tantos cuadrados como raíces y todos los números son raíces. Pero al principio dijimos que hay muchos más números que cuadrados, ya que la mayor parte de ellos no son cuadrados. No sólo eso, sino que la proporción de cuadrados disminuye según nos movemos hacia números más grandes. Así, hasta el 100 hay 10 cuadrados, es decir, los cuadrados constituyen la 1/10 parte de todos los números; hasta 10 000 encontramos una fracción de sólo 1/100 de cuadrados; y hasta un millón, sólo la 1/1 000 parte. Pero al mismo tiempo en un número infinito, si pudiéramos concebirlo, estaríamos forzados a admitir que hay tantos cuadrados como números en total.
Sagredo – Pero ¿a qué conclusión podemos llegar entonces, en estas circunstancias?
Salviati – En mi opinión sólo podemos deducir que la totalidad de todos los números es infinita, que el número de cuadrados es infinito y que el número de sus raíces es infinito; ni es el número de cuadrados menor que el de todos los números, ni es el segundo mayor que el primero. Y, finalmente, que los atributos “igual”, “mayor” y “menor” no son aplicables a las magnitudes infinitas, sino sólo a las finitas.
Esto no es cierto: sí es posible comparar infinitos, y no son todos iguales, sino que unos son mayores que otros. Sin embargo, harían falta siglos de desarrollo de las Matemáticas para que nos diéramos cuenta de ello.
Lo que Galileo plantea en este fragmento es una paradoja matemática muy famosa, llamada naturalmente paradoja de Galileo: hay más números naturales que cuadrados perfectos, pero no hay ningún número natural que no tenga un cuadrado correspondiente.
La paradoja fue resuelta en el siglo XIX por un genio matemático muy superior al de Galileo: Georg Cantor estableció una teoría de conjuntos infinitos que permitía comparar lo que el italiano no había podido. Pero claro, estamos hablando de doscientos años después.
Así, cuando Simplicio menciona segmentos de diferentes longitudes y me pregunta cómo es posible que los más largos no tengan más puntos que los más cortos, le respondo que un segmento no tiene más o menos ni el mismo número de puntos que otro, sino que cada uno tiene un número infinito. O, si le hubiera respondido que los puntos de un segmento son tantos como los cuadrados; de otro, mayor que todos los números; y en el más corto tantos como el número de cubos, ¿no podría satisfacer su duda poniendo más puntos en una línea que en otra manteniendo un número infinito en cada una? No hay más que decir de la primera duda.
Y de la segunda hablaremos en el siguiente fragmento, porque no me negarás que éste ha sido intenso. ¡Hasta entonces, descansa las neuronas!
]]>En reconocimiento al servicio que ha otorgado a las medidas de precisión en Física gracias a su descubrimiento de anomalías en las aleaciones de acero al níquel.
Esto puede no sonar muy fascinante… y, a diferencia de otras veces, realmente no lo es; al menos, por mucho que he leído sobre el asunto, no he encontrado demasiadas cosas interesantes sobre las que hablar. Por lo tanto, este artículo será relativamente corto.
Eso sí, algo debe quedar claro: a veces hay descubrimientos que no son aventuras maravillosas de contar, ni contienen nuevas teorías revolucionarias, pero su utilidad es absolutamente fundamental. El caso de hoy es precisamente así: Guillaume nos proporcionó algo magnífico, si bien tal vez aburrido, como herramienta para realizar descubrimientos nuevos.
Charles Édouard Guillaume (1861-1938) [dominio público].
No se trata esta vez, por tanto, de un descubrimiento que nos revelase secretos del Universo, ni de la explicación de un enigma con el que llevábamos rompiéndonos la cabeza muchos años, como tantas otras veces en esta serie. Se trata del hijo de un relojero, obsesionado también con la precisión en la medida, regalándonos algo con lo que nuestros instrumentos científicos dieron un salto cualitativo en la precisión.
Este hijo de relojero fue Charles Édouard Guillaume, que nació en Suiza en 1861, nieto de un exiliado francés (que también era relojero, por cierto). Tras estudiar en el Politécnico de Zurich y pasar un breve período de tiempo como oficial de artillería, el joven Charles entró a trabajar en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas en 1883.
Esta oficina había sido creada ocho años antes, en 1875. Diecisiete países firmaron la Convention du Mètre en Francia, un tratado mediante el cual las naciones firmantes se comprometían a mantener unos estándares internacionales de medida. La base la constituía, por supuesto, el sistema métrico decimal que había creado un comité de científicos –entre los que estaban algunos de la talla de Laplace o Lagrange, por cierto– poco después de la Revolución Francesa. La sede de la Oficina sigue estando hoy en día en Francia, aunque se considera territorio internacional.
Pavilion de Breteuil, la sede de la OIPM en Sèvres [dominio público].
El propósito fundamental de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas era mantener estándares estrictos y rigurosos de cada una de las unidades del Sistema Internacional, crear copias de las referencias para poder enviarlas a los distintos países y revisar las definiciones de cada una de las unidades para que fuesen lo más exactas posibles.
Cuando Guillaume entró a trabajar en la Oficina, se dedicó a intentar mejorar varios de los estándares de la época. En aquellos años, muchas de las definiciones de las unidades del Sistema Internacional se basaban en objetos físicos: el metro, por ejemplo, se definía como la longitud de una barra de platino. El kilogramo era algo parecido: la masa de un bloque de platino.
El problema de utilizar objetos físicos como referencia de las unidades era triple: por una parte, de modificarse las propiedades del objeto –por ejemplo, de aumentar la masa del kilogramo unidad porque se oxidase–, ¡cambiaría la definición de la unidad! Por otra parte, la única manera de que alguien en Australia, por ejemplo, pudiera emplear el metro como referencia, era hacerle llegar una copia lo más exacta posible del metro de referencia de la Oficina en Francia.
El riesgo final era el de que la referencia se pierda o se destruya: se dependía totalmente de un objeto físico del que, aunque había copias, ninguna era una perfecta. En resumen, que utilizar objetos como definiciones es una idea terrible, aunque a veces no hay más remedio. No es sorprendente que, poco a poco, la OIPM fuera redefiniendo unidades a partir de fenómenos físicos y no de objetos: así nos libramos de algunos de los obstáculos anteriores.
Así, por ejemplo, hoy en día el metro no se define como la longitud de ningún objeto, sino como la longitud que recorre la luz en el vacío durante 1/299 792 458 segundos. Esto no resuelve todos los problemas, pero sí muchos. De hecho, la única unidad del Sistema Internacional que sigue basándose en un objeto físico es el kilogramo, y nos estamos planteando muy seriamente reemplazarlo por una definición a partir de constantes fundamentales del Universo, como la constante de Planck.
Kilogramo prototipo de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas.
Pero en la época de Charles Guillaume todo eso estaba aún muy lejos, y casi todas las unidades se basaban en objetos físicos. De modo que el suizo se dedicó –como otros científicos de la Oficina– a intentar reemplazar objetos existentes con otros más fiables. Por ejemplo, en 1889 la barra de platino que definía el metro se reemplazó por otra de platino-iridio, que sufría menos cambios con la temperatura.
El cambio de tamaño con la temperatura se suele medir mediante el coeficiente de dilatación, que indica cuánto cambia de tamaño con cada grado de temperatura un objeto, como fracción de su tamaño. Cuanto mayor es el coeficiente de dilatación, más aumenta de tamaño en porcentaje el objeto por cada grado que aumente la temperatura. Evidentemente este coeficiente suele ser muy pequeño: incluso en el caso de un metal que se dilate mucho cuando se calienta, el porcentaje respecto al tamaño original suele ser minúsculo.
Pero muchas veces un cambio pequeño puede tener consecuencias importantes, si por ejemplo hay piezas de metal que encajan a la perfección a una temperatura pero no a otra. En muchas situaciones se emplean juntas de dilatación, mediante las que objetos de metal pueden dilatarse y contraerse sin problemas. Se encuentran a menudo en vías de tren, puentes, motores, etc.
Junta de dilatación en un puente [Matt H. Wade / CC 3.0 Attribution-Sharealike 3.0 License].
El problema de la dilatación es particularmente importante al fabricar instrumentos de medida de precisión, ya que en ese caso una diferencia muy pequeña puede significar el fracaso en la medida. De ahí que Guillaume pusiera tanto empeño en experimentar con diferentes metales y aleaciones: para encontrar aquellos que tuvieran un coeficiente de dilatación mínimo.
Lo curioso de las aleaciones, como el acero, es que introducir en ellas variaciones en la composición de cada uno de sus elementos puede modificar tremendamente sus propiedades. Charles Guillaume se encontró con un caso extremo de esto al experimentar con aleaciones de acero al níquel, en las que hay una pequeña cantidad de ese metal. Ya hablamos de aceros al níquel al hacerlo de ese elemento en la serie Conoce tus elementos, de modo que si eres viejo del lugar ya sabes de lo que hablo.
Bien, Guillaume se dedicó, entre muchas otras cosas, a producir aleaciones de acero al níquel modificando gradualmente el porcentaje de níquel, y midió el coeficiente de dilatación térmica para cada una. Y lo que observó fue algo realmente brusco e inusual cuando la proporción de níquel llegaba al 36%.
Coeficiente de dilatación en función del porcentaje de níquel [RicHard-59 / CC Attribution-Sharealike 3.0 License].
Como ves, cuando el acero contenía un 36% de níquel el coeficiente de dilatación caía en picado, para luego volver a subir de nuevo bruscamente. Esa aleación, por lo tanto, era extraordinariamente resistente a la dilatación, y sería un material excelente para fabricar cualquier cosa en la que esa dilatación fuese un problema.
Se trataba de una aleación casi invariable frente a la temperatura, y por esa razón Charles Édouard Guillaume la bautizó como invar. Hoy en día hay varias marcas que comercializan diversas variaciones del invar, pero todas se aprovechan de ese “punto mágico” del 36% de níquel que estabiliza el volumen de la pieza frente a la temperatura.
Lo que Guillaume no sabía era por qué. Pero no sólo no lo sabía él, sino que nosotros seguimos sin estar seguros. Evidentemente la razón, como la de todas las propiedades de las aleaciones frente a la composición, tiene que ver con la estructura atómica de la aleación, y muy probablemente con el comportamiento magnético de esa estructura. Pero los detalles se nos escapan aún hoy en día.
Bloques de invar [dominio público].
El invar pronto se convirtió en algo utilísimo para fabricar todo tipo de aparatos de medida de precisión, y lo sigue siendo hoy: relojes, instrumentos de geodesia, de medición sísmica… También se sigue usando en motores y pistones que pueden sufrir grandes cambios de temperatura, para que las piezas cambien de tamaño lo menos posible.
Pero Guillaume realizó otro descubrimiento más, muy parecido al primero, que también resultó ser de una utilidad tremenda. Se encontró con que otra aleación de acero al níquel, en este caso con un 5% de cromo, 36% de níquel (el número mágico) y un 59% de hierro frente al 64% del invar, era enormemente resistente a los cambios de temperatura… pero en este caso no respecto a la dilatación, sino a la elasticidad.
Es muy común que los metales, según se calientan, pierdan parte de su elasticidad. Una vez más, no se trata de algo tremendamente brusco, pero sí lo suficiente como para afectar a instrumentos de precisión. La elasticidad es muy útil para muchos de ellos, como los relojes mecánicos, porque utilizan pequeños muelles como parte del mecanismo –esto era más importante antes que ahora, por supuesto, ya que nuestros relojes más precisos no se basan en piezas mecánicas–.
Guillaume, haciendo gala otra vez de su originalidad, bautizó a la nueva aleación elinvar, por ser casi invariable en la elasticidad. El elinvar, como el invar, pronto se convirtió en una constante de los instrumentos de precisión, y nuestra tecnología de medida avanzó muchísimo gracias a los dos.
De ahí la importancia de tan aburridos descubrimientos. Hemos mencionado ya muchas veces en El Tamiz que, en ocasiones, enormes y revolucionarios descubrimientos se han basado en mediciones de una precisión inaudita en su momento, que ponían de manifiesto errores en teorías anteriores que no hubiéramos observado sin ese nivel de precisión. Un ejemplo muy simple es el experimento de Michelson-Morley, cuya precisión de medida alcanzó niveles desconocidos en su época.
Por lo tanto, descubrimientos como los de Guillaume proporcionaron a los científicos de la siguiente generación las herramientas afiladísimas que necesitaban para descubrir a su vez cosas nuevas y maravillosas. Desgraciadamente para él, desarrollar una nueva aleación que no cambia de tamaño con la temperatura no tiene el glamour que descubrir una nueva partícula subatómica, pero el suizo merece al menos que le dediquemos una sonrisa.
Como siempre, os dejo con el discurso de entrega del Premio. Fue pronunciado por A. G. Ekstrand, Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, el 10 de diciembre de 1920:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.
La Academia Sueca de las Ciencias ha decidido entregar el Premio Nobel de Física de 1920 a Charles Édouard Guillaume, Director de la Oficina Internacional de Pesos y Medidas, por los servicios que ha otorgado a las técnicas de precisión en Física por su descubrimiento de las propiedades del acero al níquel.
Uno de los grandes pensadores griegos dijo que “las cosas son números”, y trató de explicar el origen de todas las cosas mediante los números. Los científicos de la actualidad no llevan el culto a los números a tal extremo; sin embargo, reconocen de todos modos que el conocimiento exacto de la Naturaleza comienza únicamente cuando logramos expresar los fenómenos mediante pesos y medidas.
El desarrollo de la Ciencia siempre ha ido a la par con el progreso en la precisión de medida. Esto se aplica a la astronomía, la geodesia, la química y por encima de todo a la física, cuyo crecimiento acelerado data del momento en el que empezó a aplicarse la precisión moderna a las observaciones.
Esa fue la idea que movió a la Asamblea Nacional Francesa cuando, en 1790, ordenó a la Academia de las Ciencias de París que estableciese una base invariable de pesos y medidas. Se organizó un comité para ese propósito, compuesto por Borda, Lagrange, Laplace, Monge y Condorcet, y a partir de sus sugerencias la Asamblea Nacional adoptó un sistema decimal basado en una cierta fracción de un cuadrante del meridiano terrestre. Así se introdujo la base del sistema métrico en Francia, que luego se estableció mediante una ley aprobada por la Convención el 1 de agosto de 1793.
El progreso fue más lento en otros países. La gente de Europa tardó unas décadas en darse cuenta de las ventajas del sistema métrico, y esto sucedió en gran parte gracias a las grandes exposiciones internacionales. Durante la exposición internacional de París de 1867 se formó un comité por parte de la mayor parte de los países participantes, con el objeto de preparar la adopción de un sistema internacional único de pesos y medidas. La proposición a tal efecto, aprobada por el emperador el 1 de septiembre de 1869, fue enviada a todos los países, y así se fundó posteriormente la Oficina Internacional de Pesos y Medidas en Breteuil, cerca de París.
La nación francesa no sólo concibió la idea de esta gran reforma, sino que, mediante su habilidad diplomática, logró que se adoptase en todo el mundo civilizado; por esta razón, la humanidad tiene una gran deuda de gratitud con Francia.
Todas las copias del metro estándar y el kilogramo estándar destinadas a los diversos países son examinadas y comparadas meticulosamente en esta Oficina Internacional, cuyo director, Charles Édouard Guillaume, es indudablemente el metrólogo principal de nuestro tiempo. Este científico, al dedicar toda su vida al servicio de la ciencia, ha realizado una contribución muy poderosa al avance del sistema métrico.
A lo largo de sus estudios, largos y concienzudos, descubrió un metal con las propiedades metrológicas más notables. Ése es el descubrimiento que la Academia Sueca de las Ciencias ha intentado recompensar otorgándole el Premio Nobel de Física de este año, ya que el descubrimiento es de gran importancia para la precisión de las medidas científicas, y por lo tanto para el desarrollo de la Ciencia en general.
El mero hecho de disponer de un sistema internacional de pesos y medidas y una Oficina Internacional para la aplicación de ese sistema no nos libraría de las dificultades inherentes a cada operación de medida o peso, salvo que pudiéramos alcanzar la máxima precisión posible. La principal fuente de error en las medidas de longitudes en particular era la temperatura, como resultado de la propiedad bien conocida de los materiales de cambiar su volumen con las variaciones de temperatura.
Era, por lo tanto, fundamental examinar con la máxima precisión la dilatabilidad de todos los metales y aleaciones bajo la acción del calor. Durante estas delicadas investigaciones, y en particular durante el estudio de las propiedades de ciertos tipos de acero, Guillaume tuvo la idea, aparentemente paradójica, de que podría ser posible producir una aleación libre de esta propiedad universal de los materiales de cambiar su volumen cuando lo hace la temperatura.
Los largos y difíciles experimentos realizados por Guillaume año tras año con diversas aleaciones y, por encima de todas, con el acero al níquel, para determinar su dilatabilidad, elasticidad, dureza, cambios en el tiempo y estabilidad, lo llevó finalmente al descubrimiento fundamental de la aleación de acero al níquel conocida como invar, cuyo coeficiente de dilatación con la temperatura es prácticamente nulo.
Estos estudios y descubrimientos por parte de Guillaume han proporcionado, a lo largo del tiempo, nuevas y significativas aplicaciones prácticas. Algunos ejemplos son el uso del invar en el diseño de instrumentos físicos de medida, y en particular en la geodesia, donde el descubrimiento de Guillaume ha cambiado completamente los métodos de medir las líneas de base.
El acero al níquel ha suplantado también al platino en la fabricación de lámparas incandescentes, y dado el precio actual del platino, esto representa un ahorro anual de unos veinte millones de francos; finalmente, la cronometría debe a los descubrimientos e investigaciones de Guillaume un nuevo refinamiento: el uso de las nuevas aleaciones permite que los relojes se ajusten con mayor precisión y a menor coste que antes.
También desde un punto de vista teórico los estudios perspicaces y sistemáticos de Guillaume sobre las propiedades del acero al níquel han tenido la máxima importancia, ya que han confirmado la teoría alotrópica de Le Chatelier sobre las aleaciones binarias y ternarias. Por lo tanto, ha realizado una importante contribución a nuestro conocimiento de la composición de la materia sólida.
En consideración a la gran importancia del trabajo de Mr. Guillaume para la metrología de precisión y, por tanto, para el desarrollo de toda la ciencia y la ingeniería modernas, la Academia Sueca de las Ciencias ha otorgado el Premio Nobel de Física de este año a Charles Édouard Guillaume, en reconocimiento a los servicios que ha otorgado a las técnicas de precisión física por su descubrimiento de las propiedades del acero al níquel.
Monsieur Guillaume. Mediante sus estudios perserverantes en termometría ha obtenido usted honor en física y en química: pero ha ganado sus laureles científicos fundamentalmente en una rama diferente. Mediante sus estudios sobre las aleaciones metálicas y su sensibilidad a las diferncias de temperatura, ha establecido usted el hecho de que algunas de esas aleaciones poseen propiedades notables; algunas apenas se expanden al calentarse, lo que le sugirió la idea de convertirlas en estándares de medida.
Una de estas aleaciones de acero al níquel en particular, la que contiene un 36% de níquel, fue considerada por usted como la que poseía las condiciones necesarias. Dado que es prácticamente invariable bajo la acción del calor y otras influencias, usted la ha bautizado como invar. Su beneficio potencial para la Ciencia, para la fabricación de estándares y de instrumentos diversos, es ya evidente. En la geodesia, los cables de invar proporcionan unos valores para las líneas de base mucho más precisos que los anteriormente empleados.
En nombre de la Real Academia Sueca de las Ciencias, lo felicito por sus investigciones y sus descubrimientos, que han sido de la máxima utilidad, y por esa misma razón merecen el Premio Nobel. Le pido ahora que acepte el galardón de manos de Su Majestad el Rey, para quien será un placer entregárselo.
En la próxima entrega de la serie, el Premio Nobel de Química de 1920.
Para saber más:
]]>Intentaré ir publicando los comentarios y esas cosas durante mi ausencia, porque creo que tendré acceso a la red, pero no puedo prometer nada. Al menos, os aseguro que cuando esté frente a la tumba de Galileo (que lo estaré) hincaré la cabeza en un saludo a nuestro Académico.
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